#MiVotoNoSeToca

Después de un terremoto o cualquier otro fenómeno natural, una vez que las acciones inmediatas alimentadas por la adrenalina han asegurado en alguna medida la sobrevivencia, las víctimas suelen experimentar una cierta dificultad para dar los siguientes pasos que les permitan recuperar el camino sobre todo porque se les han borrado las certezas sobre las que basaban su vida.

En México, a nivel social y político somos víctimas de un fenómeno igualmente destructivo con el agravante de que su llegada se debió a la voluntad de 30 millones de electores. Resulta un poco engañoso llamarlo fenómeno porque sí es verdad que es una situación excepcional, pero a la vez, si se dio es porque había un caldo de cultivo que no supimos reconocer.

El desastre político, económico y social que estamos viviendo se puede sintetizar en la institucionalización del cinismo. El titular del Ejecutivo y su partido no son sólo una versión mucho más corrupta, ineficiente y tramposa que la mayoría de la clase política mexicana, sino que se regodean en serlo y se atreven a señalar a cualquiera que les señale lo incorrecto de su proceder o simplemente apunte a que no corresponde a la realidad. Han roto todos los límites y creen que eso les da autoridad moral.

Así han vulnerado todas las certezas sobre las que los mexicanos habíamos construido una convivencia más o menos libre, democrática y con derechos, y que imaginábamos compartidos por todos, incluyendo al titular del Ejecutivo y a su partido. Hay muchos que advirtieron que esto sucedería, y sienten el efecto devastador de tener razón y los que supusieron que habría moderación tienen un doble desafío: aceptar su error y constatar el alcance de la devastación. Y lo peor, es que esta situación que podría parecer tolerable por la última certeza que si bien esto comenzó por votos, también puede concluir por votos.

Esta certeza está en absoluto riesgo y la magnitud de lo que eso significa no está permeando como debe en todos y cada uno de los mexicanos. En algunos, es porque es muy difícil entender que en pleno siglo XXI exista alguien tan profundamente antidemócrata —sobre todo si llegó al poder por votos depositado en urnas y acuciosamente contados— capaz de vulnerar las instituciones electorales de un modo tan devastador; en otros quizá porque es un mecanismo de defensa que tiende a minimizar el desastre porque no encuentra cómo lidiar con él; otros más porque el peso del día a día, de la precariedad económica, de la constante inseguridad y demás cotidianeidades les abruman.

Pero es un hecho, las elecciones como las hemos venido teniendo los últimos treinta años están a punto de dejar de ser libres, confiables y democráticas. Sin embargo, ese “a punto” es todavía muy importante y sí debe a la presión ciudadana que con la manifestación del día 13 de noviembre de 2022 en Ciudad de México y más de 60 localidades evitó los cambios a la Constitución.

Fue por eso por lo que se dio el plan B, que si bien no desaparece al INE sí lo deja en los huesos y pone contra las cuerdas su capacidad de caminar. Pues entre los muchos daños que provocará el plan B está un recorte brutal del personal operativo del INE. Ese personal cuenta con años y años de experiencia, conoce los distritos, da confianza a los ciudadanos que son insaculados para ser funcionarios de casilla: los capacita, los anima, los coachea, está ahí para resolver sus dudas en la jornada electoral, etc. Ese personal es el que con una eficiencia envidiable en un mundo burocrático tramita las credenciales de elector y salvaguarda el padrón electoral, y así cientos de pequeñas acciones que ha estado detrás de cada día de las elecciones por treinta años.

Su trabajo en gran medida es el equivalente a las amas de casa —y amos de casa donde los haya— cuyas labores de limpieza, cocina y administración pasan desapercibidas hasta que no se hacen. Por eso, pocos fueron capaces de dimensionar el tamaño del golpe que significa el plan B. Aliviados porque no era cambio constitucional no se entendió que se estaban poniendo bombas en la estructura del INE. Además, nuevamente es tan monstruoso lo que pretenden que sí cuesta trabajo creer que es real y todavía más reaccionar, como los damnificados que no alcanzan a comprender que su hogar no ha caído en pedazos, pero con otro pequeño movimiento se desmoronará. No obstante, debemos hacerlo.

Primero porque todavía podemos y todavía podemos porque probamos que salir masivamente, en orden y con profunda convicción sí tiene efectos. Segundo, porque la Suprema Corte de Justicia de la Nación necesita esa presión; pues sus miembros tienen que recordar que si bien no están ahí por un voto directo, sí son parte del Estado Mexicano democrático y su labor tiene como destinatarios a los ciudadanos y su misión es ser garantes del estado de Derecho. En tercero, porque los ministros tienen que ver a los ojos a todos y cada uno de los ciudadanos que se manifiesten en las concentraciones y marchas de todo el país para que vean de bulto las vidas que va afectar si no actúan conforme a lo que dice la Constitución y no rechazan el plan B. Por eso salir el domingo es un imperativo para todos los ciudadanos: sí sirve salir y la Corte nos tiene que ver.

Es así como el domingo 26 de febrero de 2023 debe pasar a la historia como aquel en que la ciudadanía a pesar del miedo, de la confusión, del fastidio, de la incredulidad, el hartazgo y el trauma se para, por primera vez de forma multitudinaria ante la última barrera institucional que la puede salvar del caos, y le exige a la Suprema Corte que sea respetuosa de la voluntad popular que claramente, al impedir los cambios constitucionales, ha dicho: #MiVotoNoSeToca.

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