Es una virtud que ayuda a actuar de manera adecuada y normalmente moderada. No siempre se palpa cuando existe, pero es imposible ocultar su ausencia.
Lo mismo frente a buenas noticias que frente a malas. De buen humor o con estado anímico alterado. Y ni se diga en momentos de obvia incomodidad, el prudente gradúa sus dichos y su conducta en forma tan adecuada como proporcionada a la circunstancia que tiene enfrente.
La prudencia es la capacidad para pensar ciertos riesgos o efectos ante determinados acontecimientos, actividades u opiniones y, como consecuencia, ponderar relativamente rápido los efectos de las distintas reacciones posibles para elegir, con cautela, aquella que se concluye como de buen juicio y utilidad. Es la antítesis de la impulsividad.
Si en los negocios la prudencia no es lo nuestro en automático, ¿qué habilidades tenemos que desarrollar para evitar ser imprudentes irremediables? Aquí tres para la reflexión:
1) Percibir, percibir y luego percibir.- No sólo es activar todos los sentidos para recibir sensaciones y leer circunstancias de manera intencionada, sino pulir nuestra capacidad para interpretar emociones colectivas, gestos individuales, expresiones ocultas o silencios que gritan.
Y no sólo es observar, escuchar o sentir. Es interpretar contextualmente cada señal para discernir qué es relevante para el momento y qué pudiera no tener importancia relativa para el tema, propósito o efecto que se busca o se intenta atenuar.
2) Autocontención de la reacción primaria.- El prudente no es un ser que no sienta, que no se moleste y menos que no pueda llegar a irritarse. Aprecia, juzga, construye opiniones y quiere accionar o reaccionar.
Es un individuo, sin embargo, que –haciendo un buen uso de cierta capacidad para controlar sus respectivos impulsos– puede decidir si los deja fluir (en cierta proporción) o si los reprime temporalmente para abonar al manejo circunstancial del interés que quiere procurar.
3) Accionamiento tan calculado como intencionado.- El prudente sabe que accionará. Y podrá hacerlo suave o intensivamente. La diferencia en su actuar es que palpa que un acto no ponderado hace daño o agrava aquello que, en el fondo, se busca o se pretende lograr.
La inmovilidad puede resultar imprudente en ocasiones, pero las más de las veces, los actos prudentes requieren templanza y fortaleza de carácter para poner el buen juicio por encima de la reacción no meditada.
El imprudente no filtra sus reacciones. Se ocupa de lo que quiere decir, no de lo que provocan sus palabras. Su concentra en lo que está sintiendo, no en las sensaciones que producen sus actos o sus dichos. Se enfoca en la actuación momentánea, no en la trascendencia de su conducta.
El prudente tiende a mostrarse sensato porque piensa y controla, no porque no sienta. Suele mostrarse en control porque domina las más de sus reacciones privilegiando sus evaluaciones circunstanciales. Y lejos de privilegiar su lado animal, pone en el centro de su conducta su lado intelectual.
El prudente, a base de experiencias, se construye un tensiómetro personalísimo. Un aparato interior que lo calibra con mejor comprensión del entorno o las personas de lo rodean y que lo aceita con tanta paciencia como su humanidad le permita.
Y es que bien dicen los sabios, que todos somos dueños de nuestros silencios y controladores máximos de nuestro actuar.
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