Los programas de concurso siempre han sido exitosos. La historia de la televisión está llena de los mismos. Desde que las transmisiones eran en blanco y negro por televisión abierta hasta nuestros días en que cualquier plataforma de televisión cuenta con la transmisión de concursos de alguna índole. En la televisión mexicana de hace décadas, por ejemplo, había un par de concursos que destacaba. Uno era El premio de los 64 mil pesos, que era un concurso sobre algún tema escogido por cada participante (arte, historia, etcétera) en el que se le hacían preguntas y cada fase subía la dificultad de los cuestionamientos. Pocos lograban el gran premio, pero eran millones los que se entretenían viéndolo. Estaba también uno llamado Sube, Pelayo, sube, conducido por un sujeto con ese apellido. En ese programa había concursos de lo más variados, con un supuesto ambiente familiar, en el cual los participantes eran sometidos a ciertas humillaciones públicas ante la mirada de sus familias y de millones de televidentes. Por ejemplo, tenían que subir un tubo lleno de grasa porque hasta arriba había un premio en dinero, viajes, muebles y hasta casas. La familia se desgañitaba echando porras al padre que transformaba su rostro de entusiasmo en impotencia mientras veía la imposibilidad de subir el maldito tubo. En otro concurso la familia estaba hasta arriba de una plataforma empinada y muy resbaladiza; había que llegar hasta arriba para ganar. La familia animaba al papá con una canción pegajosa que decía: “Pa’ arriba, papi, pa’ arriba”, mientras el hombre resbalaba y veía que no alcanzaba los premios. Era tan famoso el concurso –estamos hablando de los 70– que en una ocasión el presidente Echeverría, en una gira, se puso a subir una pirámide y la gente abajo comenzó a gritarle: “Pa’ arriba, papi, pa’ arriba”. El presidente bajó colérico de la ruina arqueológica y el programa de Pelayo desapareció con el personaje, que no volvió a salir en la tele.
Hoy en día son muy demandados los concursos de cocina en los que participan chefs amateurs y profesionales. También fue un éxito mundial El juego del calamar, un programa en el que concursaban por su sobrevivencia personas en premura económica y que eran sometidas a pruebas con graves consecuencias.
Nuestro señor presidente, creador del “humanismo mexicano”, no debe haber visto el programa del calamar, pero con seguridad vio algunos de Pelayo. En su humanismo, se le ocurrió que la mejor forma de escoger a su relevo era ponerlos a concursar, que públicamente la gente viera cómo competían por su preferencia. Es El juego del ‘Peje’, un concurso dirigido por un narciso en el que solamente pueden participar quienes él diga, y ganará quien él diga, con las reglas que él diga. Además de insultar a sus adversarios, parece que pocas cosas divierten tanto a nuestro humanista como ver la humillación de los suyos.
Todos hemos visto a Ebrard y a Monreal ser humillados y humillarse; es parte de ese perverso concurso que somete públicamente a los concursantes. Claro, que Claudia sea “la consentida del profesor”, no significa que no pase por sus dosis de subordinación pública. La doctora ha sido llevada a niveles de flagelación jamás imaginados en ella. Ha cambiado su lenguaje, se ha comportado como si fuese una botarga, ha dejado atrás a la “mujer de ciencias” y ha entrado de lleno en una etapa de frivolidad descocada en la que anuncia en un programa de revista que se va a casar con un amor de su loca juventud y que son muy felices. Muy penoso para quien se ufanaba de su doctorado y sus conocimientos técnicos frente a la rusticidad de su jefe.
Por eso la propuesta de debates de Ebrard, que tiene cierto sentido para tener, por lo menos, una actividad equitativa en el concurso, está destinada a la basura. El juego del ‘Peje’ es diseñado, producido, dirigido y calificado por el mismísimo Peje. De hecho, lo único que lamenta el Peje es no poder participar, pero mientras, canta: “Pa’ arriba, Claudia, pa’ arriba.”
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