Si bien nuestra Constitución reconoce que el poder emana del pueblo, también es cierto que un estado moderno necesita reglas e instituciones para poder funcionar adecuadamente.
El populismo, como manipulación de los sentimientos populares, es muy eficiente para que el manipulador alcance sus objetivos o gane, al menos, terreno en ese sentido. El éxito depende en casos extremos de movilización de masas cuando se logra despertar en la gente sencilla emociones extremas, que la lleven a sentirse objeto de abuso y le despierten sentimientos de venganza o revanchismo. En dicho estado de crisis psicológica, una muchedumbre es capaz de aceptar cualquier cosa que parezca reivindicarle derechos que supuesta o realmente le hayan sido arrebatados.
Recordemos los días posteriores a la Toma de la Bastilla, durante la Revolución Francesa, cuando el pueblo de París disfrutó la ola de decapitaciones en la guillotina, de quienes consideraba habían sido sus explotadores. La quema en hogueras de otros enemigos del pueblo y sus creencias –reales o presentados como tales–, hizo felices a muchos en la Edad Media.
Aun cuando el pueblo enardecido ha decidido hacerse justicia –o más bien venganza– por propia mano contra delincuentes encontrados en flagrante delito o sobre quienes pesan acusaciones –también reales o imputadas–, los que participan o conocen el linchamiento se sienten felices de haber satisfecho “sus derechos”. El incitador obtiene lo que quiere, y sus seguidores también, ¿y el Derecho pisoteado?
El poder viene, como lo establece el Derecho, originalmente del pueblo, sobre eso no hay duda alguna; pero para que exista una nación y no una simple suma de individuos desorganizados en un territorio, se requiere fundar un verdadero Estado, con una base constitucional, de la cual deriven las leyes secundarias necesarias para tener orden y gobierno.
En una constitución se definen, por medio de representantes del pueblo, las instituciones nacionales y la forma en que dichas instituciones serán administradas por quienes el mismo pueblo elija, o por quienes tengan el poder para designarlos, todo ello conforme a “las reglas” constitucionales.
La Constitución General de la República establece la forma de gobierno y la de elección y remoción en su caso de los elegidos a cargos de elección popular y/o nominados para ocupar puestos de responsabilidad, como es el caso de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Constitucionalmente “el pueblo” decide por medio de sus representantes, sus mandatarios, cuando un funcionario o legislador debe ser desaforado y juzgado por el Poder Judicial.
Hay quienes, sin saber nada de Derecho Constitucional, alegan que conforme al artículo 39 federal, el pueblo puede modificar su forma de gobierno, y alientan a la ciudadanía, a que con recolección de firmas, marchas y mítines se cambie la Constitución; pero dejan de lado al artículo 41, que indica cómo se puede modificar la forma de gobierno, y que es por medio de los representantes del pueblo, elegidos conforme a la misma Constitución.
A través del tiempo desde finales del siglo XX y lo que va del XXI, la autollamada izquierda mexicana, ha recurrido al populismo y manipulación de masas para buscar pasar sobre el Derecho, falseando los legítimos caminos para obtener lo que sus líderes desean, sin importar lo que digan las Leyes. Afortunadamente no han logrado mucho por esos caminos torcidos, pero sí han creado graves divisiones entre los mexicanos, con falsas expectativas, odios y rencores.
Te puede interesar: Sí, Cesar, todavía quedan los cimientos
@yoinfluyo
redaccion@yoinfluyo.com
* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com