Monólogo en el funeral

Entre más grande haya sido el corazón, que entre más haya amado, más estridente será el grito.


Funeral 


Si me dijeran que este hombre que hoy parece sonreír a la luz de los cirios es el mismo que ayer por la noche aullaba de dolor en una de las orillas de su cama, sencillamente no lo creería. ¿Es en realidad el mismo? Todos dirían que trata de otro. Le decía su mujer, aunque mirándome a mí:

–Suéltalo, no se irá. Se quedará aquí, contigo. Ni él ni yo te dejaremos solo. ¿Verdad que no lo dejaremos solo?

Mientras tanto, las manos del moribundo arañaban con desesperación una manga de mi camisa, y yo movía la cabeza como diciendo a mi vez: «Claro que no, claro que no te dejaremos solo». Pero ya no grita; hoy, más bien, parece sonreír. Dice Blanche en Un tranvía llamado Deseo, la pieza teatral de Tennessee Williams (1911-1983), el dramaturgo norteamericano: «Los funerales son hermosos comparados con los muertos. Son silenciosos, pero las muertes no siempre lo son. A veces su respiración es ronca, a veces tartajosa, a veces le gritan a uno: “¡No me dejen ir!”. Hasta los viejos dicen: “¡No me dejen ir!”. ¡Como si uno pudiera detenerlos!».

¡Ah! ¿No es enigmática la sonrisa de los muertos? ¿Por qué sonríen? O, en todo caso, ¿a quién? Todas las tensiones acumuladas a lo largo de una vida, todos los desencantos sufridos a través de los años parecen esfumarse para devolver los rostros a un estado casi virginal, a un reino donde no hay arrugas, ni espasmos, ni terror. Ya no hay tensión en los rostros de los muertos, sino la lisura que nace de la aceptación, de la renuncia. Ya no luchan: se han rendido. Y a la rendición ha seguido la paz.

Pero más interesante que esta sonrisa, de la que preferiría no hablar por el momento, es el grito que la precedió. Era un grito animal, salvaje: diría que cargado de una infinita tristeza. La esposa se me quedaba viendo como preguntándome: «¿Es normal que grite de este modo?». Pero no esperaba la respuesta, sino que se limitaba a decir, dirigiéndose al enfermo: «¿Es que no tienes fe, querido?». En realidad no preguntaba: exigía; trataba a toda costa de imponer silencio. Ahora bien, exigir a su esposo que se callara, ¿no era pedir demasiado a un ser que se despedía?

Mientras observo el chisporrotear de las velas, me viene a la memoria una escena de Diálogos de carmelitas (la pieza teatral de Georges Bernanos, el escritor francés) en la que una religiosa agonizante trastorna el claustro con sus gemidos y a la que las otras monjas de la casa creen necesario hacer callar. Que una religiosa gritara de esa manera les parecía irreverente («¿Es que no tienes fe?»). Sin embargo, por lo que se sabe, no pocos santos han muerto entre estertores nada edificantes. Santa Bernardita Soubirous, con todo y su santidad, decía desde su cama a cuantos se le acercaban: «Tengo miedo». ¿Miedo a qué? No pensemos en nada más: miedo a morir, simplemente; después de todo, los vivos no estamos nada entrenados en el difícil arte de entregar el alma. El mismo Bernanos, en otro de sus libros (La alegría) hace decir lo siguiente a uno de los personajes:

–Yo vi morir a un santo, yo, que estoy ante usted, y no es como se piensa, no es de la manera como se pinta en los libros. Aquí es preciso ser firme: ellos también sienten cómo se rompe la armadura del alma.

En toda muerte hay algo que se rompe, y toda ruptura es vivida siempre con dolor.

Me pregunto si el grito de este hombre –el de anoche, el que yo mismo pude oír– no sería una especie de lamento por todo lo que con él acababa, por su mundo personal que se extinguía. Nunca, en la larga vida de la humanidad, hubo una historia como la suya, y nunca más la habrá. Vivencias, rostros, sonidos, canciones, sentimientos, nostalgias: todo lo que había amado bajaba acompañándolo a la tumba y él gritaba de tristeza.

«Querría que no fuese enterrado conmigo nada de lo que me aportaron tantos combates, caídas y errores, esperanzas y reencuentros fraternales». Así empiezan las memorias de Roger Garaudy (1913-2012), el famoso pensador francés. Se trata, en realidad, de la misma nostalgia, del mismo horror.

No, no era por falta de fe por lo que el hombre gritaba, sino por ese mundo singular que se extinguía con él; por los rostros que se llevaba consigo y que no quería ver perdidos para siempre; por las canciones que nunca nadie volverá a cantar como él; por las palabras que él guardaba en su corazón y que caerán en el olvido para siempre. Era por su llama que se apagaba, una llama que algo aportaba al calor del universo; era por la entropía, por la pérdida, por la desaparición: el mundo, en adelante, estaría un poco más frío. La entropía de la muerte: con cada uno que se va disminuyen las dimensiones de la llama.
«Cada vez que un ser humano se vuelve hacia la pared y exhala su último suspiro –dice, con razón, Friedhelm Moser en su Pequeña filosofía para no filósofos– un mundo se sumerge en la nada, un infinito desaparece para siempre».
Cuatro hombres corpulentos que de seguro no piensan en nada, jóvenes y debidamente uniformados, entran a la sala para llevarse el ataúd. Y yo, entretanto, sigo el cortejo y continúo pensando que no es por nosotros mismos por lo que gritamos en el momento de morirnos, sino únicamente por los otros. Es por ellos, por los que llevamos dentro, para defenderlos del naufragio que se avecina.
Y casi me inclinaría a pensar que entre más grande haya sido el corazón, que entre más haya amado, más estridente será el grito. («Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró»: Mateo 27,50): tan estridente como el de un niño que acaba de nacer.
Sí –me digo; el ritmo del cortejo se hace cada vez más veloz: los enterradores, por lo que se ve, están ansiosos por despachar el asunto–, al morir es necesario gritar, como cuando se nace. Porque morir es nacer. El grito del moribundo es el grito de un niño que nace a la eternidad.

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