¿Por qué es tan importante amar y vivir conforme a la verdad?

Hay que llamar “al pan, pan; y al vino, vino”.


Decir la verdad 


Recuerdo, en mis años universitarios, que tenía un compañero de la Facultad, que presumía que su padre tenía grandes extensiones de terrenos tanto para la agricultura como para huertas y, sobre todo, afirmaba que poseía numerosas cabezas de ganado de las mejores razas. A los que vivíamos con él, en una casa de asistencia, nos platicaba muchas anécdotas de aquel rancho casi paradisíaco.

Hasta que un día, de forma improvisada, se presentó su padre en aquella casa de huéspedes y resultó que no era ese potentado magnate -agricultor y ganadero- del norte del país que todos imaginábamos, sino un modesto contador, ¡y nada más! El encantador cuento terminó abruptamente con la consecuente pena y sonrojo de aquel compañero parlanchín.

En Psicología se le suele llamar “mitómano”, cuando una persona tiene la tendencia a acudir a excesos como éste y que, en ocasiones, si lo hace en forma recurrente, podría convertirse en un caso patológico, digno de un tratamiento psiquiátrico. Ya que son personas que construyen su “castillo imaginario” y parece que viven y habitan en él y así pretenden hacer creer afanosamente a los demás que aquella ficción realmente existe. No hay nada tan lamentable como la persona que pretende proyectar una imagen que no corresponde a la realidad.

¿Por qué? Porque la veracidad es la virtud que inclina a decir siempre la verdad y a manifestarnos externamente como realmente somos. Por ello es que resultan tan atractivas las virtudes como la sencillez, la sinceridad, la naturalidad, la espontaneidad, la permanente actitud de ser transparentes sin fingimientos ni engaños.

Dice el viejo proverbio que hay que llamar “al pan, pan; y al vino, vino”. Y ese sencillo pensamiento encierra una gran verdad.

Porque cuando no se dice ni se afirma la verdad, es fácil que se caiga en el engaño, en la simulación, en la mentira. Y se tiene la proclividad a juzgar a los demás con dureza, acudiendo al juicio sin fundamento, frívolo o superficial; a la maledicencia (dicho en palabras coloquiales, con afición a divulgar chismes). Y más grave aún, a levantar falsos testimonios de modo oficial, por ejemplo, ante un juicio legal.

Particularmente grave resulta, también, el hecho de calumniar. Es decir, que mediante el uso de palabras contrarias a la verdad, se dañe la buena reputación de otros y que se preste a que los demás se formen juicios negativos y falsos sobre los demás, provocándoles serios daños en su fama, su honra e incluso en el aspecto material.

Y es que todo ser humano, por su dignidad de persona, tiene derecho a la buena fama, a ser respetado, valorado y apreciado.

Parecería que estos conceptos, en ciertos sectores, tanto en la convivencia profesional, familiar, como en algunos medios de comunicación, se han olvidado porque se tiende a criticar con facilidad, o a emitir severos juicios para descalificar a los demás de modo superficial, ligero y sin mayor fundamentación.

En conclusión, las virtudes de la justicia, la caridad y la veracidad exigen ser cuidadosos con el uso de la lengua; a ser mesurados en los comentarios; a no juzgar precipitadamente; a escuchar con serenidad y calma las versiones antagónicas, antes de emitir un juicio, y sobre todo, a no perder de vista que el principio de toda amable y armónica convivencia está fincada en el respeto de la enorme dignidad que posee intrínsecamente cada persona.

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