Soledad

Si es Dios quien lo dice, amigos, imagino que por algo será. ¿O no es así?



Cuenta Diógenes Laercio (412-323 a.C.) que cuando Platón, apelando a todas las prerrogativas de su de su autoridad magisterial, se atrevió a decir del hombre que era un «bípedo implume», uno de sus adversarios filosóficos, Diógenes el cínico, echó a la Academia un pollo desplumado con un letrero que decía: «He aquí el hombre de Platón». ¡Excelente réplica! Cuando definimos, empequeñecemos; es decir, nos equivocamos. Si, como dijo alguien, el hombre no es más que un animal enfermo, ¿qué diferencia hay entonces entre él y un perro con moquillo?

En realidad, son muchas las cosas que podrían decirse en torno al ser humano: que es, por ejemplo, una caña pensante (Pascal), un animal simbólico (Cassirer), un carnívoro agresivo o un mono desnudo (Desmond Morris). Lo que casi nadie dice –porque les parece demasiado religioso y, por lo tanto, pasado de moda- es que «no es bueno que esté solo» (Génesis 2, 18); y, si escudriñamos con alguna atención las Sagradas Escrituras, veremos que ésta es, precisamente, la primera y casi única declaración que hace Dios acerca de la criatura del sexto día. Dios no define; más bien, constata y advierte que la soledad humana no es de ninguna manera una cosa buena.

Como si dijera: «Es verdad que el hombre, esta criatura singular, es muy semejante a una caña -¡lo agitan tantos vientos, al pobrecillo!-, que a veces se enferma, abstrae, coge el compás y traza figuras geométricas; que navega en Internet, se interna en el ciberespacio, camina con dos pies y a veces es un tanto agresivo, sobre todo cuando los atascos de tráfico le impiden llegar a tiempo a sus citas. Todo esto es muy cierto, pero no es suficiente; como dijo Albert Camus, un hijo mío excelente que se decía ateo, esto viene después, esos son juegos: antes hay que decir que no es bueno que ande por la vida sin quién por él».

(Curiosamente, en la literatura prehispánica de México, hay un relato de la creación del hombre en el que los dioses hablan entre ellos en los siguientes términos: «He aquí que el hombre está triste, hagamos algo para que esté contento, a fin de que tome gusto en estar en la tierra, que nos alabe y nos cante y nos alabe». Cf. Salvador Toscano, La literatura prehispánica de México. No, Dios no quiere ver al hombre triste. Hagamos algo para que esté contento.)

Numerosos estudios han avalado recientemente la eterna verdad contenida en esta afirmación bíblica. «En 1974, verbigracia, la doctora Lisa Berkman dirigió un estudio con 7.000 personas en Alameda Country, California, en el cual se ponía de manifiesto que las tasas de mortalidad entre quienes tenían muchos vínculos sociales eran de dos a tres veces más bajas que entre los que vivían aislados. Y un estudio realizado a lo largo de diez años por la Universidad de Michigan con 2.754 adultos de Tecumseh, Michigan, confirmó estos resultados: la tasa de mortalidad de los individuos con mayor número de contactos sociales eran de dos a cuatro veces menor que la de quienes carecían de una red de apoyos sociales» (Cf. Barbara Powell, Las relaciones humanas). Otro estudio de mismo género realizado entre 12.000 japoneses emigrados a los Estados Unidos hizo ver lo siguiente: que los japoneses que adoptaban las costumbres occidentales tendían a desarrollar las mismas patologías mentales y físicas que los norteamericanos, mientras que los que conservaban las costumbres japonesas (reunirse a beber té con los amigos de toda la vida, sostener largas pláticas vespertinas, dedicar horas enteras a arreglar mazos de flores en compañía de la familia) se mantenían tan sanos como si nunca hubieran salido de su país natal. Y, por el contrario, «la proporción de enfermedades del corazón entre los que se occidentalizaban era cinco veces mayor que entre quienes conservaban sus lazos comunitarios…Según recientes investigaciones –prosigue la doctora Powell-, ciertos factores psicosociales como la soledad pueden afectar de forma negativa al sistema inmunológico humano, y hacernos así más susceptibles a la enfermedad».¡Vaya, quién iba a decirlo! Los hombres y mujeres solos tienden a enfermarse con más facilidad, con mayor frecuencia y mucho más gravemente que los que cuentan con amistades significativas capaces de sostenerlos con su afecto en los momentos de dificultad; por tal razón son también más vulnerables a esos arañazos cotidianos de la muerte que hemos llamado, para facilitar las cosas, ansiedad, tristeza y depresión.

«Pagamos un precio alto por cortar las relaciones con los otros en nuestras vidas –escribe a su vez el filósofo español José Antonio Marina-. Existen estudios que demuestran que la gente que cuenta con buenos amigos, o mantiene una buena relación conyugal, tiene mejor salud mental y física, e incluso mayor resistencia a las infecciones… Después de grabar en vídeo y analizar centenares de horas de convivencia de parejas, (John) Gottman llegó a la conclusión de que lo más importante no era la profundidad afectiva de las conversaciones, ni siquiera que las parejas estuvieran o no de acuerdo. “Quizá lo más importante sea cómo estas parejas se muestran mutua atención, sin que tenga importancia alguna lo que hagan o de lo que hablen”» (Aprender a convivir).

¿De qué hablaremos tú y yo ahora que nos veamos? ¡No importa! Lo esencial es estar juntos. Aislarse, querer vivir –como pedía Nietzsche- lejos del rebaño, eternamente ausentes de los intereses que nos ligan a los demás, no es sólo transgredir una advertencia divina, sino exponerse a ver quebrantada la salud del alma y el vigor del cuerpo. Durante los seis días de la creación, Dios no tiene en la boca más que elogios (Y vio que era bueno); todo lo que salía de sus manos le parecía grande y bello, pero sólo de una cosa dice exactamente lo contrario, es decir, que no es buena: la soledad del hombre. Y vio Dios que no era bueno. Y si es Dios quien lo dice, amigos, imagino que por algo será. ¿O no es así?

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