En México, actualmente, se puede ganar con una minoría de votos, es decir, si contamos los votos a favor de un candidato vs. los votos que no fueron a él.
El sistema electoral mexicano, lamentablemente, no cuenta aún con una “segunda vuelta”. Este eslabón democrático que nos falta evitaría muchos problemas de legitimidad para quien ocupe un puesto de elección popular, máxime si nos referimos a la primera magistratura.
En México, actualmente, se puede ganar con una minoría de votos, es decir, si contamos los votos a favor de un candidato vs. los votos que no fueron a él, ordinariamente los últimos son más que los primeros. Obviamente esto acarrea muchos problemas. Nuestra segunda vuelta es, en realidad, el voto útil, que consiste en estar pendientes de las encuestas y del sentir popular, para apostar, en caso de no irle al que encabeza los sondeos, al segundo lugar en turno. Así de chafa, pero, ¿qué le vamos a hacer?, así de posible.
Por supuesto, no identifico el voto útil a la segunda vuelta, pues ésta sí permite una elección más madura, informada y decidida. El voto útil, en cambio, a lo mucho mitiga la pulverización. Pero, asentado que esto es lo posible, creo que hay dos puntos a discutir: si el voto útil es moralmente aceptable, y cuáles son las formas efectivas de tal voto útil. Por ahora entendamos por voto útil el voto que uno da a un candidato distinto al de la preferencia personal, buscando que el que aparentemente va en primer lugar no termine la carrera en tal posición.
Respecto a lo primero, hay que decir que no en toda circunstancia el voto útil es lícito. Por ejemplo, si yo me identifico, no sólo por programa económico, sino por una convicción profunda con quien va en tercer o cuarto lugar, y el primero y segundo lugar abanderan una agenda que va flagrantemente en contra de mis principios y convicciones, no tengo por qué votar por el segundo lugar. ¡Es más legítimo y honesto votar por un candidato que no ganará, que apoyar a un rufián! Por otra parte, partidos que hoy son prominentes, en algún momento no lo fueron, y no podemos considerar que los simpatizantes iniciales “tiraron su voto”; al contrario, su voto tuvo eficacia a lo largo del tiempo.
Tampoco es moralmente lícito argüir sin más el “mal menor”. Hay que ser muy cuidadoso cuando uno hace uso de esa expresión. Una dictadura, por ejemplo, se puede legitimar (y de hecho así lo han hecho muchas), aduciendo el mal menor, diciendo que es mejor reelegirse en el poder que entregar el mandato a candidatos indeseables. En estos días escuché a varios parlamentarios argentinos aludiendo a esta noción para decir que es un mal menor el aborto respecto a la lamentable situación de muchas mujeres que no pueden abortar (¿es verdad?). En fin, esta noción del mal menor es escurridiza y no siempre se maneja con prudencia.
Quepa una aclaración: uno está obligado al mal menor cuando no hay otra opción posible. Tomás de Aquino enseña que un mal no ha de ser tolerado o consentido si se puede impedir, y esto sin provocar, a su vez, un mal mayor, es decir, la primera intención del agente moral ha de ser no cometer ningún mal, poner toda la creatividad en juego para alcanzar el bien; sólo cuando es imposible esto, entonces el mal menor es la opción a la que moralmente estamos obligados. Apliquemos esto a la política electoral: si fuera del todo claro y constatado que el primer mandatario a ser elegido se convertirá en un dictador, o hará derrumbar la economía del país, entonces es lícito impedir que llegue al poder, aclarando que los medios utilizados para este fin no sean intrínsecamente perversos: como el fraude electoral o el asesinato de un candidato, cosas que, lamentablemente, ya han ocurrido en nuestro suelo, sino por medio del voto de quien va en segundo lugar; pero si el hecho de que triunfara el que va en segundo lugar implicaría, en más de un sentido, males potenciales igualmente de peligrosos que si quedara el que va en primer lugar, no tiene sentido el voto útil.
Sin embargo, aún en la circunstancia anterior, sí cabe la posibilidad de un “voto útil” entendido lato sensu: dividir el voto legislativo para buscar la mayor competitividad en el congreso. En efecto, tal como está diseñado nuestro sistema de contrapesos, es más útil y efectivo no darle el senado ni la cámara de diputados a un presidente potencialmente peligroso, que dárselos. Como reza el dictum de Acton: “El poder corrompe, mas el poder absoluto corrompe absolutamente”. Cada uno simule la situación que tendrá el unos días al interior de la casilla. Si usted conoce varios “buenos” candidatos a diputado local, senador o diputado federal, vote por aquellos que estén más alejados del espectro ideológico que tenga el que probablemente sea el próximo presidente. Esto crearía ciertos contrapesos ya de inicio; pero si, además, esos “buenos” candidatos se encuentran en el partido que potencialmente quede en segundo lugar, qué mejor, pues habrá creado un mayor equilibrio en la balanza del poder.
Lo que no podemos permitirnos es crear la “ocasión” de un poder absoluto en pleno siglo XXI. Ejemplos de los males que esto ha generado los tenemos tanto en la izquierda como en la derecha. No hablo, pues, de ir en contra de alguna fuerza específica, sino de no cooperar en generar la ocasión de una tiranía elegida democráticamente. Pues, en cierta medida, en nuestro voto también está incluida la preocupación por mantener y acrecentar la vida democrática del país, de ahí que el voto dividido, en ciertas circunstancias, sea también un voto útil que evita males mayores.
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