¿Si uno cree en Dios pierde el derecho a hablar?

¿Es eso bueno, un avance en la calidad de las leyes o un retroceso inspirado en principios religiosos obsoletos?


Objeción de conciencia


Hace poco se hizo una adición a la Ley General de Salud en la que queda establecido el derecho de los médicos a negarse, por razones de conciencia, a participar en la realización de procedimientos quirúrgicos que ellos consideren inmorales, aunque tales procedimientos hayan sido ordenados por la ley. El caso más representativo es el del aborto, claro. La adición a la Ley de Salud provocó diversas reacciones, unas de aplauso, y otras de rechazo y crítica. Unas y otras, obviamente, esgrimieron argumentos de índole legal y filosófica. No es el propósito de este escrito comparar esas razones con objeto de demostrar la pertinencia o impertinencia de lo añadido a la ley, sino reflexionar sobre la validez lógica de una de las críticas en contra de la mencionada adición.

La Senadora Martha Tagle, secundada por diversas opiniones emitidas por legisladores y organismos públicos como la CNDH y la CONAPRED, manifestó que el reconocimiento legal de la objeción de conciencia como derecho, y el permitir con ello que los médicos se excusen de realizar abortos es, según se reporta en los medios, es “inquina hacia el estado laico, transgresora de derechos, y cargada de fundamentalismo religioso”. La Senadora Tagle no es la única ni la primera persona que se opone a que argumentos basados en la fe religiosa de los ciudadanos sean tomados en cuenta al debatir iniciativas de ley. Hacerlo, enfatizan quienes así piensan, implica un ataque a la laicidad del Estado; un intento de imponer principios religiosos particulares a la ciudadanía en general.

Quien esgrime el argumento de que un argumento de origen doctrinal religioso atenta contra la laicidad del Estado lo único que logra es demostrar que no sabe qué significa “Estado laico”. La laicidad no significa antirreligiosidad u oposición a la religión sino respeto universal e igualitario por todas las religiones elegidas particularmente por los ciudadanos. Entre los derechos humanos garantizados por la Constitución de la República (artículo 24), reconocidos también por diversos documentos internacionales, como la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU (artículo 18 y otros), se encuentra el de la libertad de creer y manifestar la religión que uno haya elegido. ¿No es una incongruencia reconocerle, por un lado, al Estado la obligación de garantizar al ciudadano el libre ejercicio del derecho a creer en la religión que él elija y al mismo tiempo la de negarle, por otro lado, el libre derecho de externar opiniones sobre la cosa pública basado en sus creencias religiosas? Hay quien opina que lo religioso es asunto exclusivo del fuero interno de cada persona y que por lo mismo no debe exteriorizarse más que en la cocina o, a lo más, en el templo. Esta última opinión también pone de manifiesto una ignorancia total de la naturaleza y finalidad de la religión, o un intento sectario de mantener a ésta alejada del foro público. Muchos caciques, dictadores y otros personajes parecidos se han valido de esa excusa a lo largo de la historia para sofocar reclamos populares de justicia y libertad, entre otras cosas.

Por otra parte, nunca he entendido por qué un legislador, supuestamente elegido para encontrar los mejores caminos para garantizar la felicidad de los ciudadanos, se niega a escuchar opiniones de quienes practican una religión, como si el hecho de opinar basado en las creencias religiosas particulares fuera un atentado contra la lógica, la recta razón o el sentido común. Las más disparatadas ideologías, incluso las que patentemente van en contra de la lógica más elemental (basta ver la ideología de género), son aceptadas y se aplaude a sus defensores como valientes campeones de la libertad de expresión por haber presentado iniciativas basadas en su ideología. Pero se tapa la boca, por ser creyente, al creyente que intenta opinar algo que a todas vistas es congruente con la razón, con la verdad y con el Bien Común. ¿No sería más prudente, y congruente con la naturaleza del trabajo legislativo, el escuchar cualquier opinión, analizarla y evaluarla, no por su origen sino por su validez y efectividad en la construcción del Bien Común y en el recto ejercicio de los derechos humanos? Toda opinión ciudadana tiene su origen en el sistema de valores, en la visión del mundo, de quien la emite. Así funciona la naturaleza humana. Las iniciativas que en el sistema democrático llegan a convertirse en leyes y a obligar a todos a su cumplimiento, a pesar de que muchos puedan no estar de acuerdo con ellas, ¿no constituyen en cierto modo, una imposición universal de una forma particular de pensar? ¿Deberíamos todos negarnos a obedecer esas leyes, aunque sean buenas, por el simple hecho de que no surgieron de iniciativas nuestras?

Por último, ¿qué tiene de religioso el que alguien se niegue a hacer el mal? ¿No es ello una simple reacción de la persona humana que naturalmente está inclinada a hacer el bien y evitar el mal? Merece atención considerar que la objeción de conciencia únicamente se puede alegar y ejercer cuando la ley que se objeta es moral y evidentemente mala. Una ley mala no es verdadera ley aunque sea promulgada por la autoridad competente, y por lo mismo no existe obligación de obedecerla por parte de los ciudadanos. Y es claro que la propia fe religiosa ayuda a discernir la verdadera bondad o maldad de la ley. Más eso no incide para nada en la validez de la objeción de conciencia. En todo caso, de surgir un conflicto por causa de una objeción de conciencia, la autoridad debería poder demostrar que la ley sobre la que exige obediencia es moralmente buena. ¿Puede alguna autoridad demostrar la bondad moral del aborto, de la acción de matar a un bebé que está en el vientre de su mamá, de modo que pueda obligar universalmente a su acatamiento?

 

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