En la carta del 4 de junio de 2017, solemnidad de Pentecostés, el Prelado de Opus Dei, Monseñor Fernando Ocáriz señala: “la luz de la verdad sobre la familia está inscrita por Dios en el corazón humano, y por eso se abre y se abrirá siempre en medio de las tormentas.
En esa misma carta añade: cada familia, con su empuje e ilusión por salir adelante unida, << vuelve a entregar la dirección del mundo a la alianza del hombre y de la mujer con Dios –Francisco, Audiencia, 2-IX-2017->>.”
Somos conscientes de los problemas que actualmente sufren las familias. Los miembros de la suya no atinan a cuidarla. Tampoco la sociedad toma medidas acertadas. Hay quienes por intereses nefastos atacan con todas sus fuerzas a esa institución. Pero la verdadera causa del triunfo de estos despropósitos está en el desprecio que, más o menos, cada uno mantiene en su relación con Dios.
Sabemos que Dios es amor, nos quiere y desea que nosotros seamos difusores de ese amor que Él nos da a “manos llenas”, por eso, el Papa Francisco ha señalado que prefiere una familia con rostro cansado a la familia maquillada que no sabe de ternura y compasión. Lógicamente la primera se desvive por atender a los demás, pero ese cansancio es alegre y fecundo, porque agrada a Dios.
Dios quiere a la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer porque esa donación mutua responde a la correspondencia más digna y a la altura de la condición humana. Esto es el satisfactor más noble para la vida humana. El valor añadido es que se fomenta el desinterés al pensar en el otro, que primero es uno: el cónyuge, y luego se agranda el corazón con la venida de los hijos.
La solución de los problemas está en nuestras manos: acercarnos a Dios. Para eso empezar cada uno y luego hacer participar a los miembros de nuestra familia en ratos de oración. Establecer un lugar y un tiempo para rezar. Lo ideal es que los padres den ejemplo, pero hay veces que los promotores son los hijos. La meta es que padres e hijos juntos se dirijan a Dios y le pidan unos por otros.
Se pierde el sentido de la oración cuando la hacemos sintiéndonos obligados.
La oración bien entendida es un acto de agradecimiento por los beneficios recibidos, o un espacio gozoso para admirar la grandeza de Nuestro Señor, o un momento para pedir perdón por alguna ofensa cometida, propia o ajena. Por eso, orar antes y después de comer es muy apropiado. También al empezar el día o al terminarlo. Estos propósitos fomentan la comida en familia y los encuentros por la mañana o por la noche.
Cuando se tiene el convencimiento de que Dios nos ama y nos quiere felices, desearemos hacer felices a los demás. Primero se empieza con los miembros de la familia, luego se practicarán detalles de caridad y de solidaridad ayudando a otras familias, buscando aliviar sufrimientos materiales o espirituales, compartiendo lo que uno posee. Así, en familia se cobija la intimidad y se fortalece la apertura.
Descubrir las necesidades ajenas facilita la sobriedad y el sentido de responsabilidad para evitar el despilfarro y el consumismo. Sobre todo en el uso y adquisición de medios electrónicos, en el aprovechamiento del tiempo como son los horarios destinados al entretenimiento, en la capacidad de compartir. Todos estos detalles ayudan a no poner el corazón en los recursos sino en Dios.
La base de la formación para el trabajo se da en la familia de dos maneras: compartiendo con los hijos o entre los esposos sus experiencias en el entorno laboral, la otra es colaborando todos en los naturales trabajos del hogar. En los primeros se aprende a sortear dificultades y a descubrir que esos retos despiertan la creatividad, la fortaleza y la colaboración. La distribución de las labores domésticas inculca el espíritu de servicio y la responsabilidad. Además, se aprende a combinar la vida laboral y el trabajo de la vida familiar.
Otro aspecto importantísimo es entender el sentido del descanso. También con la manera de descansar se ha de buscar agradar a Dios. Por eso, el descanso no ha de ser a base de derroches o de excesos, sino son momentos para recuperar las fuerzas, para fomentar la amistad, para incursionar en actividades que complementan el desarrollo personal. En estos períodos se puede descubrir otros modos de tratar a Dios.
Con estos propósitos es más fácil combatir las ideologías. La familia ofrece un realismo natural que facilita detectar los planteamientos destructivos. Una familia en donde se conocen bien sus miembros destierra cualquier confusión en la propia identidad. Nos conocen los demás y nos centran de una manera natural y respetuosa. Por eso, la perspectiva de género no tendría cabida si cada familia se empeñara en ser lo que es.
Conocer y tratar a Dios nos lleva a saber cómo es la condición humana. Esta condición se manifiesta en el orden de la naturaleza, en dos especificidades complementarias y visibles: la de ser mujer y ser hombre. Verdad que sustenta el punto de vista científico y la ética cristiana.
No cabe duda, la solución está en nuestras manos, pero hay que poner manos a la obra.
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