Es frecuente que se relacione el sufrimiento y el dolor con la tristeza, el pesimismo y la melancolía.
Ahora que es tiempo de Cuaresma, y se acerca la Semana Santa, resulta interesante reflexionar sobre estos conceptos que a menudo se enfocan equivocadamente.
Lo primero que hay que decir es que Jesucristo, el Hijo de Dios Encarnado, vino a esta tierra con la misión de cumplir con una Voluntad específica de su Padre-Dios: realizar la Redención del género humano mediante su Pasión y Muerte en la Cruz. ¿Por qué razón? Para abrir las puertas del Cielo a todas las personas de todos los tiempos y que todos, sin excepción, tuvieran la posibilidad de ir al Gozo Eterno.
Cuando leemos los Evangelios, Cristo -Perfecto Dios, pero también Perfecto Hombre- mantuvo una lucha personal contra ese tormentoso final que le esperaba, si aceptaba aquella Cruz: “Si puedes -le decía a Dios-Padre en su oración confiada e íntima- aparta de mí este Cáliz (este dolor), pero que no se haga mi Voluntad sino la Tuya”.
En el Huerto de los Olivos, en esa meditación suplicante, de rodillas, vuelve a hacerle al Padre esta misma petición. Es decir, en cuanto Perfecto Hombre le resultaba repugnante -como le sucede a todos los seres humanos- someterse a tanto dolor y sufrimiento. Pero al final, vence su generosidad cuando exclama: “¡Pero si para esta hora he venido! ¿No he de beber el Cáliz que me envía mi Padre?” Y levantándose con determinación, les dice a sus discípulos que se encontraban somnolientos y a cierta distancia de Él: “¡Levántense, vamos!” Y Jesús, tomando la delantera, se entrega con plena voluntad a sus enemigos que lo buscaban para matarle.
Pasada su Pasión y Muerte, al tercer día, Jesús resucita gloriosamente y consigo se lleva al Paraíso a todos los hombres santos que se encontraban en “El Seno de Abraham” aguardando este feliz acontecimiento. Después se aparece a las Santas Mujeres y a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, con miedo todavía de que fueran apresados y condenados a muerte por ser seguidores de Jesús. Y para su sorpresa, Él se pone en medio de ellos y les dice: “¡Alégrense! ¡Mi Paz les dejo, mi Paz les doy”.
Es decir, en Jesucristo no hay el más mínimo resabio de amargura y, mucho menos, afán de vengarse. Les enseña a transformar el inmenso dolor de la Cruz en una alegría y en un gozo infinitos. Y les explica a sus Discípulos: “Era necesario que Yo padeciera…”.
Con esta actitud, Jesucristo nos muestra que el camino de la Cruz (sufrimientos, enfermedades, dolor, contrariedades, muerte…) no es una senda de desgraciados, sino un trono victorioso. ¿Por qué? Porque Él dio un giro verdaderamente revolucionario al dolor. Antiguamente, morir en la cruz era el peor de los castigos para los delincuentes. Y se les colocaba clavados, a la vista de todos, para que sirviera como escarmiento a la población.
En cambio, después de su Resurrección, Jesús bendice a las personas cuando les envía su Cruz. Porque entonces ya no es “su” personal sufrimiento (cualesquiera que éste sea) sino que, si ese dolor se aprende a unir al dolor del Hijo de Dios, entonces se opera el milagro de que se fusiona -de un modo misterioso pero real- con el Dolor Salvífico de Cristo en la Cruz. Y, por ejemplo, una persona enferma que sufre intensamente y ofrece todo su dolor en unión con Dios, hace un gran bien a otras almas y se hace corredentor junto con Cristo. Entonces, el dolor se transforma en gozo y en profunda alegría, como hemos visto en la vida de tantos mártires y santos a lo largo de la historia de la Iglesia.
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