El hombre tiene una necesidad imperiosa de vivir en la verdad. Es parte de la conciencia bien formada, sentir un natural rechazo y aversión por la mentira y el engaño. Pero hablamos de una verdad que es universal y absoluta; que es para todos, en todo lugar y en todo los tiempos.
Una vida que se funda sobre la duda –afirmaba San Juan Pablo II-, sobre la incertidumbre o la falsedad, es una existencia continuamente amenazada por el miedo y la angustia. “Se puede definir, pues, al hombre como aquél que busca la verdad”. O como se autodefinían algunos filósofos griegos: como pensadores en un permanente estado de seguimiento de la verdad.
“Toda persona –señala el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica- está llamada a la sinceridad y a la veracidad en el hacer y en el hablar. Cada uno tiene el deber de buscar la verdad y adherirse a ella, ordenando la propia vida según las exigencias de la verdad. En Jesucristo, la verdad de Dios se ha manifestado íntegramente: Él es la Verdad. Quien le sigue vive en el Espíritu de la verdad, y rechaza el doblez, la simulación y la hipocresía.
Podríamos decir que una vez encontrada la verdad, ésta es exigente, ya que pide al hombre ser coherente en su propia existencia y en el actuar hasta en las cosas más menudas. No puede haber rupturas o dobles vidas, como esos casos psicológicos de personalidades esquizofrénicas.
Otra dimensión de la verdad es la confianza en quien nos brinda el testimonio. El hombre del siglo XXI cree en los avances tecnológicos: si se sube a un avión jet, confía en que en relativamente poco tiempo será trasladado a otra ciudad; si se mete a internet, con anotar correctamente el nombre del portal, sabe que puede obtener de forma rápida videos y noticias que se están generando en otros países o continentes; con marcar el número del celular, está convencido que se comunicará, por ejemplo, con el director de la sucursal de una empresa al otro lado del mundo, etc.
Lo mismo ocurre en el terreno de la fe, los católicos creemos por el testimonio mismo de Cristo y lo que con el paso de las generaciones nos han transmitido los Apóstoles y sus sucesores en el gobierno de la Iglesia a lo largo de estos XXI siglos de cristianismo. “El hombre, ser que busca la verdad, es pues también aquél que vive de creencias”, escribía San Juan Pablo II en su Encíclica Fides et Ratio (No. 31).
Cuando el hombre se autoproclama como la medida de la verdad y pretende sustituir el papel de Dios, es precisamente cuando acontecen graves descomposiciones en la vida personal o entre las naciones. El progreso técnico no puede llevar al hombre a pensar que es el “centro y motor del universo” sino que su actividad intelectual es una participación, un chispazo de esa Infinita Inteligencia Divina y lo debe conducir a una actitud de profunda humildad ante la grandeza de la Creación y la Redención.
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