Se acerca el día de muertos y viene bien recordar algunas verdades fundamentales en la existencia humana, como es el día preciso en que dejaremos este mundo.
Siempre me han ayudado a reflexionar sobre este tema, las palabras de ese punto del libro “Camino” de San Josemaría Escrivá de Balaguer en que escribe: “¿Has visto, en una tarde triste de otoño, caer las hojas muertas? Así caen cada día las almas en la eternidad: un día, la hoja caída serás tú” (No. 736).
En fecha reciente, un amigo mío, escritor y periodista, falleció de un infarto fulminante mientras daba una clase y sin tener antecedentes de padecimientos cardiacos. También, hace pocas semanas, el hermano de otro amigo mío, médico neurocirujano, tuvo un accidente en la carretera y murió de forma instantánea, cuando se encontraba en plena madurez profesional. En ambos casos, nadie suponía que abandonarían esta vida de modo tan inesperado.
Pero ésa es la realidad a la que cada día nos enfrentamos. “Un día, la hoja caída serás tú”… Y parecería que muchas personas se aferran a esta temporal y breve residencia en la tierra como, ¡si fueran a vivir aquí por una eternidad!
Tengo la impresión de que pocas veces se reflexiona que viviremos eternamente en la Otra Vida, ante la mirada de Dios. El Señor nos ha dado la vida y nos ha concedido un puñado de años para merecer el Cielo y ser felices con Él para siempre.
Pero no hay que perder de vista que quienes viven de espaldas a la Ley de Dios, corren el peligro de condenarse; de ser juzgados por Jesucristo e ir al infierno con el demonio y sus ángeles caídos.
A muchas personas les cuesta aceptar que siendo Dios infinitamente bueno pueda destinar a las almas -que le ofendieron gravemente en esta tierra- a un lugar de tormentos y suplicios sin término, como es el infierno. Sin duda, el mayor dolor que puede experimentar una persona es no tener la esperanza de poder ver el Rostro del Señor y de gozar de la felicidad sin límites. Pero, por otra parte, no hay que olvidar que Dios es infinitamente Justo. Y concede a cada uno el premio o el castigo según sus obras y de su actuación como cristiano.
No faltan quienes imaginan que hablar de estos temas son una especie de cuentos fantasiosos, que ya nadie cree, y que se relatan por las noches para atemorizar a algunos niños miedosos. “Son cosas de tiempos pasados; todo eso está ya superado”-suelen decir.
Lo cierto es que como dice ese pensamiento: “El hombre tiene su tiempo, y Dios su eternidad”. No hay nada realizado por cada ser humano que escape a su mirada y entendimiento.
Pero no es cristiano temerle a Dios. Ante todo, Él es nuestro Padre y quiere lo mejor para nosotros. Comprende las miserias y debilidades de las personas, pero pide a cambio que cada hombre o mujer luche por corregirse a lo largo de su existencia y ponga su esfuerzo en mejorar cada día un poco más con la finalidad de imitar a ese Modelo que es Jesucristo.
Porque si se vive conforme al querer de Dios, la muerte será una buena amiga que nos facilitará el camino para ese encuentro eterno. Me vienen a la memoria, aquellas inolvidables palabras de San Juan Pablo II, poco antes de morir, quien decía en tono de súplica en su agonía y ante tantos procedimientos médicos que le aplicaban: “Déjenme ir ya a la casa de mi Padre Celestial”.
En efecto, así mueren los hombres santos, con esa confianza de estar siempre en las manos del Señor, con esa paz y serenidad, esperando el abrazo amoroso del Padre Eterno.
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