México; Princesa Carlota, 37

Del ensueño a la locura; Carlota una princesa infortunada – Cap XXXVII Locura en el Vaticano

Tal vez este sea uno de los capítulos más extraños en la larga e increíble historia del Vaticano donde ha sucedido de todo a través de su larga historia como centro del cristianismo y de una parte muy importante de la civilización occidental en todos los aspectos humanos, políticos, culturales y de fe.



Carlota, sin haberlo imaginado jamás, sería el centro de este poco conocido capítulo. La emperatriz de México fracasó ante su intento de consolidar el compromiso de Napoleón con el imperio mexicano, pero al menos el emperador francés tuvo la caballerosidad de prestarle su tren imperial para que la transportara a Italia, ahí pasaría algunos días de reposo y de una relativa alegría, pues fue muy bien tratada por los italianos y el mismo rey Víctor Manuel la visitó en Padua.

Carlota recibió una carta de Maximiliano pidiéndole que solicitara una audiencia con el Papa y lo convenciera de que obligara a la Iglesia mexicana a apoyarlo, con lo que de manera indirecta los conservadores seguramente tendrían que devolverle la confianza que le habían quitado a causa de su gobierno liberal.

Carlota sabía que el Papa tenía muchas razones para estar muy molesto con sus majestades mexicanas, pues no solamente no habían derogado las leyes de Juárez, sino que las habían aplicado ampliamente; y además, ella misma había tratado de manera altanera al representante del Papa, del que dijo que por ella lo hubiera echado por la ventana, por lo que la orden de Maximiliano la dejó muy nerviosa, pero al mismo tiempo veía ahí el último rayo de esperanza para salvar al imperio.

En el camino de Miramar a Roma, Carlota ya presentaba signos de su muy próxima locura; sentía que todos los que la rodeaban eran espías de Napoleón y querían envenenarla. Llegó de noche el 25 de septiembre de 1866, mes de la fiesta de la independencia de México; y bajo la lluvia, una comitiva de cardenales con antorchas estuvo presente para recibirla, además de personajes de la aristocracia y representantes de los gobiernos extranjeros en Roma.

Al día siguiente, acompañada tan sólo de unas cuantas personas, salía para recorrer la ciudad, y quedó nuevamente cautivada por la capital de la cristiandad. Por la tarde se presentó a saludarla el cardenal Antonelli, hombre de gran experiencia diplomática, hombre muy enérgico, como lo era también el Papa Pio IX, que veía las grandes amenazas que sobre la Iglesia y la fe se presentaban en este mundo moderno de políticas liberales, impulsadas casi en todas partes por la masonería, enemiga declarada del catolicismo en todo el mundo, y a la cual pertenecía Juárez y la mayoría de los liberales mexicanos.

Por fin, el 27 de septiembre de 1866, en un carruaje tirado por cuatro hermosos caballos y rodeada de una gran escolta, se detenía a las puertas del Palacio Vaticano. El Papa había ordenado que toda la recepción fuera de gala y los guardias hacían una doble fila por donde pasó la emperatriz. Llegó con su Santidad, que la esperaba vestido de blanco con una capa muy fina. El Santo Padre se levantó y la recibió, ella se arrodilló y le besó el anillo, pero él con benevolencia la levantó y después de los saludos pasaron a un salón privado donde la sentó a su lado. Carlota entonces se puso a llorar y a decir al Papa que todos la perseguían y querían envenenarla. El pontífice, que ya sabía del estado mental de Carlota, se preocupó enormemente y le trató de dar confianza. Carlota le entregó un documento donde le pedía un concordato, pero para ese momento ya daba muestras claras de locura. No se conocen todos los detalles, pero la bella mujer salió con la mirada perdida y en absoluto silencio.

A partir de ese momento sucedieron cosas insólitas en el Vaticano: primero, el Papa en persona fue a visitar a Carlota a su hotel, pues se quedó muy preocupado por su estado, algo que nunca había ocurrido con ningún otro personaje que visitara Roma. Al día siguiente, el Papa invitó a la emperatriz a una misa. Ella, al finalizar la ceremonia, se lanzó a la sacristía y el Papa la invitó a desayunar con él. Ahí Carlota le pidió que la ayudara, pues todos la querían traicionar y matar, que se moría de hambre porque no se atrevía a comer nada, ya que todo estaba envenenado. El Papa trató de convencerla de que todos sus allegados la querían y le eran leales, así que no desconfiara. Sin embargo, Carlota después siguió negándose a comer y hasta a tomar agua en su hotel.

En su desesperación, acudió otro día al Vaticano y pidió a gritos que la ayudaran o se tiraría en medio de la Plaza. Nadie sabía qué hacer, y otra vez sucedió algo nunca antes visto: Carlota fue hospedada y se adaptó la biblioteca para que pasara ahí la noche. Un médico le dio sedantes y después pasó unos días horribles en su hotel, hasta que, a petición del Papa, llegó el 7 de octubre su hermano el Conde de Flandes para llevársela a Miramar,

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