Los leales al emperador Maximiliano buscan soluciones desesperadas. Tomás Mejía, el valiente general, propone que se llame a la población a unirse y se den armas a los indios; cree que pueden juntar así algunos miles de hombres. Sin embargo, sólo logra reclutar doscientos cincuenta.
Maximiliano, que se ha opuesto por dignidad a dejar el sitio, manda redactar un memorándum que escribe Ramírez de Arellano y que se resume en lo siguiente:
“Atacando audazmente al enemigo, trabajando sin cesar para proporcionar a las tropas su pago, extrayendo el salitre y carbonizando la madera para hacer pólvora, fundiendo las campanas para transformarlas en proyectiles de artillería, arrancando la cubierta del techo del teatro para convertirlas en balas de fusil, fabricando las cápsulas con papel, reparando las piezas sin los instrumentos necesarios, faltando al soldado el pan, maíz, café, aguardiente y aun leña para calentarse: He aquí cómo se ha sostenido la defensa de Querétaro más allá de los límites de las circunstancias que habían marcado.
“Mas esta defensa heroica, la primera de este género que se ha verificado en nuestro país, tenía un objeto exclusivo que no se ha obtenido: se esperaba la llegada del general Márquez con refuerzos… ha llegado el momento de dar fin a una defensa materialmente imposible de sostener…”.
El Consejo de Guerra, al fin reconociendo quién era el más capaz, dejó en manos de Miramón la elección del lugar donde las tropas romperían el cerco. Miguel quería hacerlo de inmediato, pero el general Méndez pidió veinticuatro horas para organizar a sus tropas. Miguel lo consultó con el emperador, que estuvo de acuerdo en esperar. Entonces, al despedirse Miramón del emperador, le dijo entre contrariado y preocupado: “Dios nos guarde en estas veinticuatro horas”.
Y sucedió lo inesperado, lo que no habían logrado hacer los liberales con toda su superioridad de hombres, pertrechos y armamentos, romper el sitio, lo alcanzarían mediante una infame traición.
Entre las sombras salió el coronel Miguel López, hombre de todas las confianzas del emperador, y se dirigió al campamento liberal, donde pactó con Mariano Escobedo por una suma de treinta mil pesos la entrega de la ciudad. Se dice que López había negociado que se respetara la vida de Maximiliano, pero Juárez, que nunca se distinguió por su generosidad, le negó a Escobedo que aceptara dicha condición.
Regresó López, y con un cómplice extranjero de apellido Jablonski, dio órdenes para retirar las piezas de artillería del convento. Removieron a los centinelas del lugar clave y a las tres de mañana del 14 de agosto de 1867 Escobedo daría órdenes a sus hombres para llegar por el lugar que ya sabía estaba desprotegido. López los esperaba, y conforme encontraban guardias, primero el coronel los tranquilizaba y antes de que pudieran reaccionar los tomaban prisioneros las tropas que venían con Escobedo.
Sin sospechar absolutamente nada, Maximiliano se había acostado enfermo y por la madrugada había llamado al doctor pues tenía un dolor de estómago insoportable. Salm Salm dormía en su habitación y al darse cuenta de lo que sucedía fue a dar la voz de alarma a Maximiliano.
Miramón, por su parte, como no podía dormir, estaba haciendo guardia, cuando escuchó el repique de las campanas. Un oficial llega y le da las noticias. Entonces ve Miramón que están apresando a algunos de los suyos y acude en su ayuda disparando. En la balacera es herido, todo es confusión y sombras, y para colmo de males acude Miramón al doctor Licea urgiéndole le retire la bala para regresar a combatir, pero resultó que el tal Licea era otro traidor que hizo todo lo posible por mantener a Miguel inmovilizado para evitar que pudiera hacer cualquier cosa, y mandó decir a Escobedo que en su casa estaba herido el general Miguel Miramón.
La toma de Querétaro no será una derrota humillante para los conservadores e imperialistas, pero tampoco podrá ser nunca una batalla gloriosa para los liberales, sino un capítulo más de los judas que nunca han faltado en la historia de la humanidad.
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