Concha Lombardo la esposa de Miguel Miramón conocía a Miguel Lerdo de Tejada desde su juventud, así que, decidida, fue a visitarlo a San Luis Potosí. El ministro de Juárez la recibió con toda cortesía. Después de los saludos de rigor se inició la conversación. Concha le dijo que más que como ministro le hablaba como a un hombre de buenos sentimientos, al que le pedía salvara la vida de su marido, pues nada se ganaría con su muerte.
Lerdo en un principio se mostró como si en verdad estuviera preocupado por ayudar a Concha respecto a la vida de su marido; sin embargo, súbitamente le dijo a la bella dama que en verdad quisiera poder hacer algo por quienes son víctimas de su obcecación y de su maldad. Esas palabras actuaron como una mecha que encendió el temperamento de la apasionada mujer.
Concha respondió con toda dignidad. “¡Maldad! ¡Por Dios! ¿Puede decir si ante los ojos de Dios la monarquía es mala y la república buena? ¡Maldad! ¿Qué sabemos nosotros de lo que en todo esto es bueno o malo? ¿Quién puede jactarse en estos tiempos de poseer la verdad, ser su apóstol? Dígame ¿quiénes están más equivocados, si los que llamaron a un extranjero para que pusiera paz en el país o los que prefieren ser gobernados por una cáfila de rabiosos extremistas?
Lerdo trata de no perder la compostura, pero se sintió directamente aludido y le dice que es muy difícil platicar con una dama tan afligida como ella, y que no será el gobierno quien mate a su marido, sino que si esto llegara suceder sería a causa de la ley.
Concha le dice que le arrebatarán a su marido y dejarán a sus hijos huérfanos sólo porque piensa diferente a Juárez. Lerdo, sin respuesta, le agradece su visita y se retira.
Otra mujer, Agnes Leclérc, princesa de Salm-Salm, que era norteamericana, después de muchos intentos logró llegar ante Juárez. Se puso de rodillas y pretendía no ponerse de pie hasta que el presidente le concediera la vida de Maximiliano. Juárez, que desde luego no tenía en su repertorio sentimental la compasión, entre nervioso y molesto le dijo que se apegaría estrictamente a la ley, y que si la ley determinara la muerte de Maximiliano, aunque todos los reyes y princesas de la tierra se lo pidieran, no perdonaría la vida al emperador.
Francisco José, el hermano de Maximiliano y emperador de Austria, pidió al gobierno de Estados Unidos que interviniera a favor de la vida de su hermano. Por cuestiones diplomáticas, lo hizo el embajador, pero sin ejercer desde luego ninguna presión sobre el gobierno liberal, pues ya sabemos que Juárez era su gran protegido, y gracias a los apoyos que le habían dado desde Washington, en ese momento se encontraba como vencedor, pues de otra manera, desde hacía mucho tiempo hubiera sido vencido por Miramón y los ejércitos conservadores.
Así estaba todo preparado para terminar con la vida de Maximiliano, Miramón y Mejía y cerrar una de las etapas más dramáticas que sellarían la llegada al poder de los amigos de los norteamericanos y enemigos de la tradición cristiana de México. El Juicio sería tan sólo para tratar de cubrir las apariencias legales que tanto le preocupaban a Juárez, pero que él mismo estaba violando, pues se estaba tomando atribuciones que sólo le correspondían al poder judicial.
El juicio fue una farsa legalista, el veredicto ya estaba dictado y éste era el de la voluntad de Juárez, matar a los que habían puesto en peligro su sueño. Una vez eliminados Miramón y Maximiliano, ya nadie podría evitar que conservara el poder, nadie podría disputárselo hasta que un enemigo invencible se le presentara de improviso y ese enemigo sería la muerte.
Maximiliano había comprendido demasiado tarde que había desperdiciado el talento, el empuje y el honor del único hombre que le habría dado posibilidades al imperio de subsistir sin sus aliados franceses, Miguel Miramón, que sin ser partidario de su venida había considerado según las circunstancias que debería apoyarlo y serle leal para el bien de México.
Miguel y Concha visitaron al emperador. Lucía pálido y con toda humildad pidió perdón a Concha, ya que por su responsabilidad le quitarían la vida a su esposo. Ella, serena, le dijo que no se considerara responsable de ello, que ésa era sin duda la voluntad de Dios.
Maximiliano y Miguel intercambiaron palabras de sincero afecto entre dos hombres de honor, que a su manera y bajo circunstancias muy diferentes habían amado a México. Después, Maximiliano les manifestó su pesadumbre, ya que no había ningún pariente cercano y temía la profanación de su cadáver. Concha con gran entereza le aseguró que ella velaría por la integridad de su cadáver como lo haría por el de Miguel.
“¡Qué tarde he conocido la nobleza de las almas que hay en México!” y rodaron unas lágrimas por el rostro del emperador. Les aclaró que no lloraba por su suerte, sino que sentía que les cortaba la felicidad de la que pudieron haber gozado muchos años más. Luego se acercó respetuosa y cariñosamente a Concha y le dio un beso en la frente, asegurándole que había enviado cartas para que fuera recibida por su madre en Austria y no le faltara nada a ella ni a sus hijos. Le entregó una medalla para que se la llevara a su madre y le pidió que le dijera que moriría como un buen cristiano.
Después, Miguel le pidió a Concha que fuera a despedirse del general Mejía que sufría mucho, pues apenas acababa de conocer a su pequeño hijo recién nacido que en unas horas más sería huérfano. Don Tomás abrazó con muchísimo cariño a Concha y a Miguel.
Llegaron los confesores, y los tres hombres se dispusieron a partir con el alma limpia y la conciencia tranquila. El tribunal los había considerado traidores, ellos sabían que habían combatido en buena lid por lo que consideraban sagrado, Dios y la patria, así se confesaron, recibieron la sagrada comunión y los Santos Óleos.
Miramón, grande en el momento de su muerte, pidió que por ningún motivo nadie pensara en vengar su muerte. En verdad, estaba ocupado de arreglar las cosas de su alma y esperaba recibir la misericordia de Dios, diciendo que ahora todas las puertas estaban cerradas, excepto las del cielo.
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