Probablemente no hay discusión sobre el tema de que este mundo está lleno de sufrimiento. Y no todo el sufrimiento depende necesariamente de temas económicos, discriminación o violencia. En muchos casos el sufrimiento viene de nosotros mismos.
Viviendo en la época donde más riqueza hay en la humanidad y probablemente está mejor distribuida, aunque todavía falta mucho por hacer en ello, nos seguimos sintiendo infelices. Todavía hace dos siglos el 80% de la humanidad vivía en condiciones de pobreza. En 2011 el 13% de la población mundial vivía en condiciones de pobreza extrema, mientras que en 1981 el 44% de la humanidad vivía en esa condición, acuerdo con datos del Banco Mundial. Hoy, aunque todavía son muchos los pobres, hay también muchos que ya han salido de la pobreza. En la mayoría de los países la clase media es la más numerosa. La esperanza de vida, un indicador de la pobreza, ahora llega a más de 71 años en el promedio de la humanidad, cuando al principio del siglo XIX era de 35 años. Hemos mejorado. ¿Qué falta entonces? ¿Acaso éramos más felices cuando éramos más pobres? ¿O acaso es un mito que la gente antes era más feliz?
Este es un punto crucial. El desarrollo, la paz, la no violencia significa poco si la gente no es feliz. Sí, podemos consolarnos con la idea de que después seremos más felices en otra vida. Pero esto no nos exime de buscar la felicidad de nosotros y nuestros prójimos en esta vida, en la medida que sea posible. Y, sobre todo, la sociedad debe considerar esto como una de sus ocupaciones importantes: la de procurar que todos tengan la menor infelicidad posible.
Recientemente la Sra. Ángela Merkel, canciller de Alemania y líder de facto de la comunidad económica europea hizo una declaración que bien podría costarle las próximas elecciones en su país. La Señora dijo que las personas deben regresar a Dios. Lo cual parece una solución fácil: dejamos en Dios la responsabilidad de nuestra felicidad y, en todo caso, podríamos quejarnos de que no hemos sido favorecidos. Creo que éste no era el sentido de las palabras de Doña Ángela. Volver a Dios no significa, necesariamente, estar dedicado a la oración, enclaustrarse en los templos y apartarnos de la vida pública. En todo caso, de lo que se trataría es de aplicar los valores trascendentes, la ética y las enseñanzas que Dios ha revelado. Y no necesariamente estamos hablando de alguna religión en particular: el concepto de hacer a otros lo que queremos que nos hagan a nosotros, de tratar a nuestro prójimo como hermano, buscar el mayor bien posible no es exclusivo de ninguna de las religiones y tampoco es excluyente de aquellos que no tengan alguna religión.
Pero esto todavía nos deja un tema por resolver. Muchas veces nuestra infelicidad viene de nuestro interior, de nuestra desconfianza de nosotros mismos, de nuestras capacidades y de nuestra posibilidad de resistir y superar las adversidades. Nos dejamos abrumar por situaciones que, en muchos casos, nos podrían fortalecer. Y también a veces nos cuesta trabajo pedir apoyo de los que nos rodean.
Esto que vale para las personas también vale para los países. A veces nos dejamos abrumar por las adversidades y no vemos las fortalezas de nuestra sociedad. No nos pedimos ayuda los unos a los otros y tratamos de resolver nuestros problemas individualmente, sin pensar en cómo puedo ayudar a los demás y cómo puedo dejar que otros me ayuden. Llámele usted como quiera. Llámele solidaridad, llámele caridad, llámele ayuda mutua. Es lo de menos. Nuestro país, todos los países no tenemos salida si no nos decidimos a responsabilizarnos de nuestra propia felicidad y de la felicidad de nuestras sociedades. Y, tiene usted razón Señora Merkel: volver a Dios.
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