En una plática reciente con un grupo de buenos amigos y comunicadores estuvimos comentando, como era de esperarse, sobre los precandidatos para las elecciones del 2018. Y, por supuesto, no encontramos un modo de ponernos de acuerdo. Lo único que pudimos acordar es que todos tienen cualidades y defectos, así como que los partidos a los que pertenecen o que los proponen son, en mayor o menor grado, impresentables.
De ahí pasamos al tema de como podrá el ciudadano votar en conciencia y la dificultad para definir cuál será el mal menor en esa elección, para poder votar por el menos malo. Discutimos las opciones del voto útil, la anulación del voto o la abstención, y estuvimos de acuerdo que los dos últimos no son una opción cívica adecuada. De ahí propuse el voto dividido. Votar para un poder (el ejecutivo, por ejemplo) por el candidato menos malo y para otro poder (el legislativo) por otro partido diferente. La concurrencia rechazó de plano mi propuesta, con el argumento que dividir el voto, como lo propongo, es en detrimento de la gobernabilidad. Me callaron.
Quienes me conocen saben que yo no sirvo para respuestas rápidas y que mis mejores respuestas se me ocurren al día siguiente. Y creo yo que este fue el caso. La reflexión sobre este tema no se me dio hasta el día siguiente. En mi opinión, el asunto es definir a qué le llamamos gobernabilidad. Entiendo bien los temores hacia el voto dividido. Nuestra transición democrática falló porque el Congreso tuvo mayoría de oposición, y un acuerdo tácito de PRI y PRD de no permitirle libertades a la nueva administración. Muchas reformas propuestas por las administraciones Fox y Calderón fueron bloqueadas y el “mayoriteo” fue el instrumento para demostrar que los novatos eran incapaces de gobernar. La frase “que regresen los corruptos y se vayan los ineptos” que se difundió ampliamente (en palabras un tanto más o menos soeces), refleja el resultado que se buscaba. Y en cierta medida funcionó. “Nosotros si sabemos gobernar”, fue el tono de la campaña que devolvió el poder al PRI. De ahí el rechazo de mis colegas al voto dividido.
Sin embargo, lo que se propone con el voto no dividido va contra uno de los principios fundamentales de la democracia: el de la creación de balances y contrapesos que limiten lo que Alexis de Tocqueville llamó “la dictadura de las mayorías”. Si le damos todos los poderes a un partido, para efectos prácticos deja de haber balances y contrapesos efectivos. Las dictaduras, las monarquías absolutas son sistemas sin contrapesos. Y por supuesto tienen una gran gobernabilidad. ¿Es eso lo que queremos darle a candidatos y a partidos que consideramos el mal menor? Yo no lo creo. Necesitamos tener balances y contrapesos, no solo los que nominalmente tenemos actualmente. Necesitamos que estos cumplan su función y que haya más. El precio es la menor libertad para los gobernantes.
¿Por qué? Porque eso implica otro modo de gobernar. Uno basado en el convencimiento, en la racionalidad, en el patriotismo de todos los actores, dispuestos a poner a la Patria y su bienestar por encima de los beneficios para su partido. Debemos aceptar que el poder de los números no es la base de la gobernabilidad. La verdadera gobernabilidad viene de la confianza de la ciudadanía en sus gobernantes y representantes, del convencimiento de que sus acciones son adecuadas. Pero ni la confianza ni el convencimiento pueden ser absolutos. Ni deberían serlo. Siempre debe haber una saludable dosis de escepticismo hacia gobernantes y representantes. Estamos dándoles demasiado poder y tenemos que encontrar los modos de limitarlo. No solo los balances y contrapesos previstos por las leyes. Ante esta grave falta de confianza hacia nuestra clase política, la ciudadanía debemos crear múltiples contrapesos. Y esto empieza por una ciudadanía consciente, formada y participativa. La cual, por supuesto, no fácilmente se dejará gobernar.
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