Los que me conocen saben que hace rato que soy un señor de la tercera edad. Y es bastante claro que nadie me podría confundir con una persona joven o de edad madura. A lo mejor por eso, no me gusta que me digan joven. Y hay gente que insiste en llamarme joven. “Oiga, joven”. “¿Que le sirvo, joven?” “¿Le gustó, joven?”. “A sus órdenes, joven”. Puede que lo hagan de buena fe, pero a veces me parece que hay un poco de sarcasmo en eso. O que me lo dicen porque quieren ganarse mi buena voluntad. No lo sé.
También es posible que yo sea una especie de bicho raro. Es un hecho que en nuestra cultura nadie quiere ser viejo. Hay toda una industria en torno a la disimulación de la vejez. Tintes, cremas, cirugías plásticas, restiramiento de la piel y todas clases de tratamientos están disponibles en el mercado, todos ellos con la sana intención de tener una apariencia juvenil y radiante. Por ello, seguramente ha de haber quien se sienta feliz de que le digan joven. No es mi caso.
En el mercado laboral, las cosas no son muy diferentes. Quienes pasan de los cuarenta, ya no son elegibles en muchas empresas para ascensos o para reclutamiento. De inmediato se imaginan que la persona se retirará en unos cuantos años y que ya no vale la pena invertirles en su desarrollo. Que no tendrán la maleabilidad necesaria, o que no tendrán la flexibilidad, creatividad y energía requerida para las necesidades actuales. Esas empresas, curiosamente, muchas veces se quejan también de los “millenials”, de su manera diferente de ver el mundo, de tener poca constancia en las dificultades, de lo poco que duran en los empleos, de su poca inclinación para dar un extra en sus trabajos y de muchas cosas más. Muchos empleadores lo que quieren es un joven con la experiencia y conocimientos de una persona mayor, pero con la fuerza y la energía de un joven. Y que cobre poco, por supuesto. Una combinación que rara vez se obtiene.
Y no hablemos de cosas como el financiamiento. Ser una persona de la tercera edad cierra las puertas a cualquier tipo de préstamo, excepto los más costosos. Siempre hay el temor de que la persona fallecerá o se incapacitará, por lo cual no podrá pagar sus deudas.
Vivimos, dice el Papa Francisco en la cultura del descarte. Claramente el anciano es descartable. Cuesta mucho, genera menos y requiere muchos y costosos cuidados. En esta cultura, no es de extrañar que muchos quieran parecer jóvenes, que oculten su edad y que les guste que les digan joven. No estamos en las culturas en las que los consejos de ancianos aconsejaban a los gobernantes. La propia palabra Senado tiene la misma raíz que la palabra senectud y significa grupo de viejos. Los que, en muchos países, eran y son los encargados de legislar.
Por lo que a mi toca, no me molesta que me digan viejo. Y sospecho que no soy el único. No me gusta que me digan joven solo para halagarme. Soy viejo, con todos los inconvenientes de serlo y con las pocas ventajas de haber llegado a mi edad. Soy viejo, y a mucha honra. Mi trabajo me ha costado, sobre todo en un país donde muchos no llegan la ancianidad.
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