El primero y el último

El primer santo mexicano fue el joven mártir San Felipe de Jesús, su fiesta la celebramos el 5 de febrero; el último santo mexicano nombrado hasta ahora es San José Luis Sánchez del Río, también un joven mártir, y su testimonio se recuerda el 10 de febrero. Conozco a dos jovencitas que son primas y que ambas cumplen sus primeros 18 años el 5 y el 11 de febrero de este año (casi 10), como diría Robin: “¡Santos patronos Batman!”



El dato es fascinante en sí mismo, el primer y el último santo mexicanos en la historia fueron jóvenes y mártires, para un pueblo que en su mayoría es joven, se declara católico y vive en condiciones de “martirio diario”, ya sea por la pobreza, la violencia, las adicciones o la falta de oportunidades, la vida y el testimonio heroico de este par de jóvenes mexicanos que estuvieron dispuestos a entregar su vida por sus ideales deben significar algo más que un par de fechas en el calendario.

San Felipe de Jesús nació en la Ciudad de México y vivió una parte de su vida en Puebla de los Ángeles. Después de una etapa de su primera juventud que no auguraba nada extraordinario, empezó a trabajar como comerciante para su papá, lo que lo llevó a establecerse en Manila, capital de Filipinas y puerto fundamental en las rutas comerciales trasatlánticas de aquella primera globalización.

Estando en Filipinas, Felipillo decidió abrazar el hábito franciscano y se hizo religioso. Cuando estuvo listo para el sacerdocio, se embarcó hacia México donde sería ordenado, pero el navío que lo llevaría de regreso naufragó en Japón. En esas fechas se realizaba una persecución cruenta contra los cristianos en ese país del Lejano Oriente, que se manifestó con la crucifixión de varios católicos, entre ellos, el del protomártir mexicano a sus 24 años de edad.

Digamos que hoy pudiera ser la historia de cualquier joven rico que trabajando en un negocio global de su padre se convierte y decide ir a un lugar de misión, y en un viaje cualquiera a uno de esos lugares donde se necesita la predicación, el consuelo y la ayuda a hermanos en necesidad, le toca estar en medio de uno de los múltiples conflictos que hay en el mundo, y que tienen como sello la persecución y la muerte de cristianos.

El jovencito José Luis Sánchez del Río fue capturado en un combate entre fuerzas federales y un grupo de cristeros durante la persecución religiosa del siglo pasado en México. Una vez detenido, el muchacho de 14 años fue puesto en la disyuntiva de denunciar a otros y de renegar de su fe. Para “convencerlo”, fue torturado cortándole las plantas de los pies y haciéndolo caminar en esas condiciones hasta el lugar donde sería fusilado por mantenerse firme en sus convicciones.

En la actualidad podría ser uno de tantos adolescentes que viven el drama de una guerrilla o una guerra civil que además tiene un componente de persecución religiosa, donde alguna de las facciones justifica la tortura, el abuso, el asesinato y la violación de los derechos humanos, entre otros, el derecho a la vida y a la libertad religiosa en nombre de una “guerra santa”, una realidad que miles de niños y adolescentes sufren hoy en la guerra mundial “por partes”, según la define el Papa Francisco.

Un joven dispuesto a renunciar a las riquezas y comodidades de la vida para ir de misión a lugares lejanos, a las periferias; otro dispuesto a mantenerse fiel a sus convicciones en un entorno de conflicto armado y de violación de derechos humanos. Ambos dispuestos a dar testimonio con su vida y convertirse sin querer en modelo para otros jóvenes que viven realidades similares hoy, y a quienes pocas veces se les habla de estos mexicanos que han sido propuestos como ejemplo para todo el mundo.

Las dos jóvenes que esta semana se convierten en ciudadanas ante la ley, viven hoy una encrucijada en su vida como miles de jóvenes al llegar a esta edad. Que los ejemplos de heroísmo, servicio a los demás y santidad de estos santos mexicanos las motive a convertirse a su vez en ejemplo de vida para sus compañeros y amigos de generación, y que en todo momento resuene en su corazón la Palabra de Dios que afirma: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13).

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