Propongo esta reflexión a manera de continuación de la columna de Jorge Medina, publicada el 30 de diciembre pasado. En síntesis, al tiempo que suscribo la perspectiva de Medina, creo que el problema de fondo —la difícil relación entre conciencia y autoridad— es dejado de lado.
Los cuestionamientos que los cardenales hacen al Papa Francisco buscan, en síntesis, contraponer algunos aspectos del capítulo octavo de Amoris Laetitia a las enseñanzas de Veritatis Splendor, de Juan Pablo II, respecto del papel de la conciencia en la vida moral del creyente, así como de la adecuada comprensión de los absolutos morales.
Las preguntas, brevemente, son: 1) ¿Es posible que los divorciados reciban la eucaristía al tiempo que viven more uxorio? 2) ¿Pretende Amoris Laetitia negar la existencia de normas morales absolutas que prohíben actos intrínsecamente malos que obligan sin excepción? 3) ¿Sugiere Amoris Laetitia negar que una persona que habitualmente viola un mandamiento vive en situación objetiva de pecado mortal? 4) ¿Sugiere la Exhortación que las circunstancias que mitigan la responsabilidad moral pueden transformar un acto objetivamente malo en “subjetivamente” bueno?; y, finalmente, 5) ¿promueve el documento la idea de una conciencia “creativa” capaz de legitimar excepciones a normas morales absolutas?
II
La solicitud que hacen los cardenales al Papa de responder con un ‘sí’ o un ‘no’ es, a mi parecer, el elemento clave para comprender su propuesta. Los cardenales explican que «lo que es peculiar acerca de estas peticiones es que están formuladas en una forma que requiere un ‘sí’ o un ‘no’ como respuesta, sin argumentación teológica».
Llama la atención, como Medina indica, que los cardenales exijan este tipo de respuesta al Papa. Pero la razón parece escapársele. En mi opinión, la elección de una respuesta directa busca acorralar a Francisco, con un doble propósito. Primero, exigirle una toma de postura que, sea cual sea, beneficie a quienes buscan respuestas definitivas, una moral de blancos y negros, en una palabra, un regreso a los ‘buenos tiempos’ antes del Concilio Vaticano II. Una respuesta así, en blanco y negro, demerita el espíritu de la Constitución Gaudium et Spes, que reconoce el valor que el sentido de autonomía y responsabilidad tienen para la madurez moral y espiritual de la humanidad (§55) y que cierra demandando que “haya unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso, y caridad en todo” (§92). En segundo lugar, este formato implica un claro rechazo de la postura que el Papa presentó en Evangelii Gaudium en relación a la reflexión moral. Francisco recordó que, si bien el depósito de la fe es uno, las formas de manifestar esta misma fe son múltiples. Esta diversidad no es un inconveniente con el que hay que tratar de vivir, sino auténtica riqueza de la Iglesia (§41). El Papa se mostraba, ya en este documento temprano de su pontificado, consciente de que este espíritu resultaría incómodo a “quienes sueñan con una doctrina monolítica defendida por todos sin matices” (§40). El formato elegido, en conclusión, busca combatir no sólo un documento, sino el estilo mismo con que el Papa dirige a la Iglesia.
III
Con estas consideraciones es posible preguntar, entonces, cuál es el núcleo de la discusión. Como mencioné en la sección pasada, las dubia extienden la sombra de cuestionamiento al Papado de Francisco, a su forma personal de dirigir a la Iglesia. Curiosamente, bajo esta perspectiva las dubia pueden verse como producto del Papado de Francisco que, en Evangelii Gaudium pugnó por una “conversión del papado”, haciendo especial énfasis en la descentralización de la Iglesia (§31). Bajo esta luz, la Iglesia debe saludar las dubia como un ejercicio que persigue —incluso a pesar de los deseos de sus autores— el espíritu propuesto por el Papa.
En la tercera pregunta, me parece, reside el núcleo de la discusión. ¿Cuál es la relación entre principios absolutos morales y la actividad de la conciencia? ¿Cuáles son los límites de la conciencia? Si bien es imposible tratar esta cuestión en un espacio tan breve, es posible apuntar algunas líneas para fomentar la reflexión.
Los cardenales de las dubia parecen defender una idea de la conciencia como instrumento que permite distinguir el bien del mal, categorías ambas susceptibles de ser aprehendidas y que, por ende, existen objetivamente “afuera”. Esta versión se contrapone, por ejemplo, a la mentalidad moderna, caracterizada por la interiorización de la moral, por la expansión del rol de la conciencia hasta colocarla como la fuente última de autoridad moral. Esta segunda conceptualización se corresponde, históricamente, con la aparición del deísmo en los siglos XVII y XVIII, específicamente en filósofos como John Locke(1).
A mi parecer, la postura de Francisco rechaza ambas versiones como simplificaciones de una realidad más compleja. Amoris Laetitia mantiene el valor de la tradición moral de la Iglesia, de su reflexión y descubrimiento de absolutos morales. Pero, al mismo tiempo, reconoce en el mundo una complejidad, una multiplicidad de atenuantes, contingencias, especificidades, limitaciones, etc., que exigen de la Iglesia no la remisión de los pecados o la rendición de la Iglesia a la moda del relativismo, sino un ejercicio serio y auténtico de discernimiento que, primero que nada, vaya al encuentro de la persona, a mirar al sufriente, para luego hacerse cargo de sus fallas, a fin de ayudarle a cargar su cruz, y no a tirar piedras y hacerlo tropezar. La conciencia, cuando se le concede el lugar de fuente última de legitimidad moral, se relativiza, de forma que ya nada puede ser llamado, por ejemplo, “progreso”, pues el término mismo exige ser insertado en un sistema de referencias externo a él, de modo tal que al decir “progreso” queremos decir, de hecho, “progreso-hacia”. Joseph Ratzinger estima al respecto, que la conciencia representa “la transparencia del sujeto ante lo divino”(2) y, apoyándose en Newman, considera que autoridad y subjetividad, esto es, “afuera” y “adentro”, son mediados por la verdad, de forma tal que la exterioridad del mandato y la interioridad del “fiat” personal encuentran unión en ella. Una verdad, finalmente, que no se impone, sino que respeta la libertad de la persona, de la misma manera en que habla Cristo en el Apocalipsis: “Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos”.
NOTAS:
1) Ver, por ejemplo, Charles Taylor, Sources of the Self, Cambridge: The Belknap Press of Harvard University Press, 1989, Segunda Parte.
2) Ratzinger, J., “Conscience and Truth,” On Conscience, San Francisco: Ignatius Press, 2007, p. 22.
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* Juan Pablo Aranda es licenciado en ciencia política por el ITAM, maestro y estudiante de doctorado en la misma disciplina por la Universidad de Toronto. Ha publicado en ‘Ilu Revista de Ciencias de las Religiones, Latin American Policy, Revista de Investigaciones Jurídicas, Política y Sociedad, Metafísica y Persona. Profesionalmente, laboró en el otrora Instituto Federal Electoral, desempeñando los cargos de Subdirector de Evaluación y Asesor del Coordinador Nacional de Comunicación Social.
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