Desde hace varios años se ha tomado la costumbre, en muchos ambientes, de celebrar Halloween y tengo la impresión de que quienes adoptan esta moda no saben bien de qué se trata.
Para remontarnos a los orígenes hay que decir que en la antigüedad era la celebración del Año Nuevo Celta. Se la ubica en Gran Bretaña e Irlanda, en épocas antiquísimas.
Se pensaba que en la noche del 31 de octubre al 1º de noviembre el espíritu de los muertos regresaba a su casa a visitar a sus hogares y que, además, esa noche vagaban diablos de toda especie, hadas, duendes, brujas y toda clase de espíritus extraños.
Era una celebración ligada al ritmo de la naturaleza, que tenía que ver con el término del verano y con los cambios propios de la cultura agropecuaria.
Luego, con el tiempo, se fue perdiendo el sentido religioso-pagano y, en épocas cristianas, esas observancias se mezclaron con los ritos católicos. En la Edad Media ha habido muchos sincretismos, análogos a los que hoy todavía encontramos en algunos sectores de América Latina o de África.
Lo cierto es que los irlandeses que emigraron a Estados Unidos, en la segunda mitad del Siglo XIX, llevaron esta antigua celebración y allí, en América del Norte, tomó características diversas: invadir casas para romper ventanas, reclamar la entrega de regalos y, muchas veces, quedó convertida simplemente en una diversión para los niños que se disfrazaban e iban pidiendo golosinas.
Como en este mundo globalizado las modas se estandarizan y cruzan rápidamente los continentes, desde hace unos años tenemos aquí que también entre nosotros se festeja Halloween.
Halloween y escuela católica
Me extraña comprobar que hasta en jardines de infantes de escuelas católicas encontramos esta observancia, y me pregunto ¿qué sentido tiene? Recuerdo muy bien que, cuando era niño, la celebración de Todos los Santos -el 1º de noviembre- y la conmemoración de los Fieles Difuntos, el día siguiente, tenían un arraigo cultural consistente. Eran días feriados y, por ejemplo, la visita al cementerio era un gesto de piedad arraigado en una larga tradición católica.
Entonces, habría que pensar muy bien qué sentido tiene que incorporemos estos hechos culturales cuyo significado originario se ha perdido, y que se mezclan indebidamente y, de algún modo, desplazan las celebraciones cristianas que corresponde observar en estos días.
Habría que recuperar, por ejemplo, el sentido que tiene en lo religioso, catequístico y cultural la Solemnidad de Todos los Santos, que nos recuerda nuestra comunión con la Patria Celestial. Ese dogma fundamental de nuestra fe que profesamos en el Credo cuando decimos ‘creo en la comunión de los santos’ y que nos muestra también la dimensión inmensa de la Iglesia, que no se agota en este mundo peregrino sino que incorpora también a los santos del cielo y a las almas del Purgatorio.
Debiéramos recuperar la antiquísima Novena de Ánimas, preparando la celebración del 2 de noviembre; recordar la indulgencia plenaria por los difuntos; recuperar el sentido de la visita al cementerio como un gesto religioso y profundamente humano, e incluso habría que ir elaborando nuevas proyecciones culturales de estas verdades cristianas.
No tenemos que darnos por vencidos y, además es preciso criticar con toda claridad, serenamente, estas observancias extravagantes, completamente ajenas a la fe católica de nuestro pueblo y a nuestra tradición cultural.
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