Como en cada elección, vuelve a saltar a la mesa pública lo inservible que son los debates organizados por las autoridades electorales. Son cuestiones diseñadas por los partidos en las que el INE carga con la penosa labor de realizarlos y poner su sello. Lo más destacado que ha hecho la autoridad electoral en ese campo fue en 2012, al poner a una edecán con un escote enorme. De hecho, fue lo más destacado del triste debate.
Los debates en las elecciones mexicanas están diseñados para aburrir al público, para que nadie vea la transmisión. Hay debates con más de ocho aspirantes que duran un mínimo de dos horas. Imposible verlos. Cuando alguien opina algo sobre otro contendiente pasan más de veinte minutos para que el atacado pueda contestar. Por supuesto ya ni caso tiene porque el asunto ya se perdió en las opiniones de los otros participantes. No sólo eso, en esta simulación del debate los partidos hacen que sea obligatorio y organizan dos o tres pantomimas temáticas. Sólo queda esperar un error garrafal para que salga algo útil de esos eventos.
Ya en alguna otra ocasión y sobre el mismo tema, he comentado que en nuestro país los debates electorales no es que sean acartonados, simple y sencillamente no son debates. Un debate acartonado puede ser porque los participantes sean planos, malos para debatir o incluso un mal formato. Aquí se trata de monólogos espaciados en los que los candidatos recitan textos que se aprendieron en arduas sesiones de entrenamiento de memorización. En ocasiones leen lo que tienen que decir –lo que es loable en determinados personajes.
Con los formatos actuales, la herramienta es inservible. Si el primer debate televisado de candidatos a la presidencia fue un éxito en 1994 –en el que claramente arrasó Diego Fernández de Cevallos–, hemos ido claramente para atrás en cada elección. Quizá sería mejor que los candidatos mandaran un spot ese día y evitarse el gasto de la producción de las transmisiones. El diseño de estos programas es para no perder. Es lo que importa. Haber ganado el debate lo puede asegurar cualquiera, de hecho, lo dicen al salir y toda la apuesta está en el llamado ‘posdebate’: una estrategia de propaganda consistente en decir quién ganó y confrontar los dichos de los oponentes. Una pena por lo general. En algunos estados se compran las primeras planas enteras de los periódicos para decir que se ganó.
Cuando el debate pudo hacer mucho por nuestra cultura democrática, los propios partidos decidieron cancelar esa oportunidad. Nuestra cultura de debate público es muy pobre. Pablo Majluf en su libro Cállate, chachalaca. Los enemigos del debate en México (Ed. Colofón), deja en claro cómo la deficiencia en esta materia es de nuestro sistema educativo, incluso en las universidades privadas no es algo que se estimule demasiado. Hay una cultura, en ciertas escuelas, de oratoria más no de debate, dice acertadamente Majluf.
Enrique Krauze ha sido también un abierto impulsor de los debates. Hay que ver sus propuestas y, claro, debatirlas. Las elecciones que vienen son un buen momento para cambiar muchas cosas en este país.
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