En aquellos días AMLO bajó del monte y se dirigió a su grey: En verdad os digo que “a partir de la gran reserva moral y cultural que todavía existe en las familias y en las comunidades del México profundo y apoyados en la inmensa bondad de nuestro pueblo, debemos emprender la tarea de exaltar y promover valores individuales y colectivos”; “…sólo así podremos hacer frente a la mancha negra del individualismo, la codicia y el odio que nos ha llevado a la degradación progresiva como sociedad y como nación”. “Desde el Antiguo Testamento hasta nuestros días, la justicia y la fraternidad han tenido un lugar preponderante en el ejercicio de la ética social, en el Nuevo Testamento se señala que Jesús manifestó con sus palabras y sus obras su preferencia por los pobres y los niños, y para muchos ‘Cristo es amor’”. Una vez dicho esto, subió al cielo donde está sentado a la ultraderecha de Dios, nuestro señor.
Si José Antonio Meade, Ricardo Anaya, Margarita Zavala o algún otro político hubieran dicho los entrecomillados anteriores, se hubiera armado un escándalo; las hordas pejistas hubieran quemado Twitter, exigido respeto al Estado laico y cosas por el estilo. Pero como lo dijo AMLO, todo le está permitido, sus huestes mantuvieron silencio y el asunto pasó a la crítica. Andrés Manuel ya en otras ocasiones ha manifestado su intención de instaurar el reino del amor en la Tierra. Nunca nos ha dicho a qué religión pertenece, pero poco a poco lo va dejando claro. Para quienes creían que se sentiría raro con aliados como el PES, resulta que se siente a sus anchas por que puede ser el predicador que en realidad es. Le estorba la política, él se siente profeta, cree que su misión es cambiar al hombre y eliminar, entre otras cosas, “la mancha negra del individualismo”. Resulta curioso que lo considere una mancha negra, pues si alguien toma decisiones de manera individual sin importarle pertenecer a un partido es él; si alguien concentra el poder en su movimiento es él; si hay algún político que haya procurado la exaltación de su persona, de su individualidad, es precisamente él.
Quizá algunos habían olvidado los arrebatos bíblicos de López Obrador. Este tipo de episodios en los que se siente un personaje enviado por Dios y que trae un mensaje a nosotros, las pobres ovejas descarriadas, se dan por temporadas, pero al parecer, se agudizan en las campañas presidenciales. AMLO fustiga una semana a quien no piensa como él, los tacha de conservadores y a la semana siguiente se avienta un discurso que más bien parece homilía dominical. Todo parece indicar que le dará por ese lado, pues predica el perdón y hace gala de las conversiones logradas por su enorme bondad. Los conversos hablan de su mirada. Ya nomás falta que se le llaguen las manos y que sude sangre (seguramente algo pasará esta Semana Santa).
Pero la desproporción de AMLO es contagiosa. Sus seguidores no le ven fallas, se desviven explicando sus contradicciones, sus tonterías y desplantes y cualquier exceso verbal o de acción que lleve a cabo. También la semana pasada vimos una muestra más de la enferma devoción de algunos de sus seguidores. Fue el caso de la senadora Layda Sansores. Esta mujer es una verdadera vergüenza para la República por su ramplonería y vulgaridad, además de su actitud lacayuna. La senadora se acercó al coche de su candidato y le besó la mano. Alfonso Romo, su representante ante los empresarios, dijo que Napoleón Gómez Urrutia era como Nelson Mandela. La estupidez y el endiosamiento de MALO y sus cercanos se están convirtiendo en la norma de esa campaña.
AMLO fue comparado con Caleb, el personaje bíblico. A mí, todo eso alrededor de un candidato presidencial me parece un exceso, pero si tomamos el contexto bíblico y los personajes cercanos a Caleb, AMLO me recuerda a Moisés, quien a pesar de un camino de cuarenta años, nunca pisó la tierra prometida.
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