Marilyn… o la soledad culpable

Recibí hace poco en mi buzón electrónico un mensaje muy extraño. Decía el encabezado: «¡Ayuda!». Pero como la dirección del remitente me era totalmente desconocida, opté por no abrir el e-mail hasta no haber tomado las debidas precauciones. ¿Y si se trataba de uno de esos virus que suelen crear los fabricantes de antivirus para hacer obsoleta su penúltima versión y obligarnos así a comprar la última?



Aquella misma tarde pregunté a mis amigos si por casualidad no habían recibido también ellos un mensaje parecido. Me dijeron que no. Entonces les conté lo que me pasaba. Uno de entre los que allí estaban –nunca falta una mentalidad cibernética, ni aun entre las corporaciones clericales– se limitó a sonreír, diciéndome que leyera el mensaje sin miedo y que, en caso de que se tratara de lo que yo tanto temía, él tenía a su disposición la última arma para combatirlo. Animado por tal seguridad aquella misma noche abrí el mensaje.

En efecto, no era ningún virus, sino el fragmento de una especie de diario del que la autora quería «una opinión». ¿Una opinión de qué tipo? No lo precisaba. Como quiera que sea, algo le respondí al día siguiente –no recuerdo con precisión qué–, y hasta le pedí permiso para utilizar en un escrito mío (éste) algunos de sus párrafos, advirtiéndole que no iba a criticarla a ella, sino una actitud muy común entre los hombres y mujeres que se creen muy solos. Le agradezco de todo corazón que me lo haya concedido sin ningún tipo de trabas y hasta con cierto entusiasmo.

«Hoy –así empezaba el documento electrónico– el día estuvo gris todo el tiempo, y mi humor también. Afuera hubo truenos y relámpagos; adentro, en mi pecho, una gran pesadumbre. ¿He de acostumbrarme a estos altibajos de mi temperamento o debo combatirlos? Y si hay que combatirlos, ¿cómo es que debo hacerlo? ¿Con la física o con la química, es decir, con voluntad o con tabletas? (…)

«A las 5:25 de la tarde me telefoneó Ofelia para invitarme a un café. ¡Un café en un día como éste! ¡Pero estás loca!, le dije: el día está que se derrite. ¡Asistimos, querida, al diluvio universal! Además, corremos el riesgo de pillar un resfrío. La verdad es que no tenía ninguna gana de salir de casa. Ella insistía. Seguramente quería encontrarse con uno de sus amigos y deseaba utilizarme sólo como dama de compañía. No, no, yo no me presto a esos juegos. ¡Como si no conociera la treta, como si desconociera a Ofelia! O tal vez quería ponerme al tanto de los últimos rumores. ¿Pero qué me importan a mí los últimos rumores? Rogaba, imploraba, insistía. Hube de colgar el teléfono con cierta brusquedad.

«A las 6:06 sonó el teléfono otra vez. Era Raúl, mi hermano. Había decidido ir al cine con su esposa (daban Amores perros) y hablaba para invitarme a salir con ellos. ¡Por supuesto que no acepté! ¿Es que no había oído decir que Amores perros era una película extremadamente violenta? Además, según me han dicho, pintan en ella a los mexicanos de un modo que da lástima verlos. Para desembarazarme de él lo más pronto posible, hube de recordarle mi último altercado con Rosa, su mujer, en el que ésta se mostró particularmente grosera conmigo. «Recuerda que mi cuñada y yo no nos hablamos, Raúl. Si salgo con ustedes, es casi seguro que les echo a perder la tarde. En todo caso, ya será en otra ocasión. En todo caso, ya será en la otra vida. Adiós».

«8:35. Otra vez el teléfono. Pero esta vez no contesté. Tampoco me interesa saber quién era. Ni me importa. Seguramente hablaban de algún banco. ¿De un banco a estas horas? ¿Y por qué no? Si me hablaron un domingo a las 6 de la mañana, ¿por qué no pensar que podían hablarme un viernes a las 8:35 de la noche?

«Hacia las 2 de la madrugada tuve que levantarme a tomar una pastilla para tranquilizarme un poco. Se me vino a la mente aquel verso de… que dice: «Ella tenía hambre de amor y le ofrecimos tranquilizantes»*. No pude dejar de sentirme un poco Marilyn Monroe. Era insoportable ese sentimiento de ahogo que me hacía revolverme en mi cama… ¿Es así como se deja sentir la angustia? Pero yo llamo a Dios en mi soledad, como dice no sé con precisión quién. ¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¡Estoy tan sola! Para aliviarme un poco, tomo el bolígrafo y escribo. Esto me consuela. Mi mejor terapia es siempre la hoja en blanco. ¿Terapia narrativa la llaman hoy?»…

Sí, y sin embargo durante el día hubo tres llamadas, tres solicitaciones rotundamente denegadas. ¿Por qué decir siempre que no? Los demás nos buscan una, dos, tres, cuatro veces; excepcionalmente una quinta vez; pero si no nos encuentran nunca, se cansan y se van. Es natural: como nosotros, también ellos sienten la urgencia del tiempo, la necesidad de adelantársele a la muerte y, aunque quisieran, no podrían esperarnos toda la vida.

A Dios le preocupa la soledad humana. De hecho, lo primero y casi lo único que dice con respecto al hombre es que «no es bueno que esté solo» (Génesis 2,18). Pudo, es verdad, haber dicho otras muchas cosas, pero no las dijo, sino que se conformó con esta sola afirmación, como si en ella se encontrara la clave de todo lo demás.

¿Por qué, pues, rehusar siempre la compañía? Debemos saberlo: no siempre somos tan inocentes como creemos de frente a nuestra propia soledad. Somos culpables de ella la mitad de las veces por rechazar siempre las invitaciones que los otros nos hacen. Y de la otra mitad también, por no tomarnos nosotros la iniciativa de buscarlos. ¿Afirmación demasiado simple? Quizá, pero que encierra un buena –y muy dolorosa– parte de verdad.

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