-Ah, cómo han cambiado las cosas -se quejaba un padre de familia con un viejo amigo suyo-: cuando era joven y me portaba mal, mis padres me castigaban enviándome a mi cuarto. ¡Y cómo sufría yo ese tormento! Hoy, es decir, treinta años después, procedo con mi hijo de la misma manera, pero ya es muy diferente, porque los cuartos de los chicos lo tienen todo: Internet, estéreo, cable, televisión…
-Es verdad –reconoció el amigo.
-Por eso cada vez que quiero castigarlo, en lugar de mandarlo a su cuarto lo mando al mío.
¡Bendita resolución! Sí, hay que hacer salir a los jóvenes de sus cuartos, hacerlos ver el mundo verdadero. Una retórica falaz los ha convencido de que cuanto sucede en el ciberespacio es tan real como lo que sucede fuera de él, y que los amigos de la web son tan amigos como los que podríamos encontrarnos en una calle de la ciudad o incluso en nuestra misma escuela. Pero, ¿es de veras así?
En el lejanísimo año de 1998 (edición del 1 de septiembre) el diario español La Vanguardia publicó un interesante estudio en el que se analizaban los efectos psicológicos y sociales del uso de Internet. Dos de sus conclusiones más interesantes fueron las siguientes:
1) «Por cada hora de conexión aumenta en 1% el riesgo de depresión»;
2) «En la misma cantidad de tiempo se reduce el círculo de amigos en 2.7 personas». Claro, el tiempo que se ocuparía en socializar se ocupa hoy en navegar.
Según una investigación llevada a cabo por Robert Kraut en Estados Unidos, «el uso de Internet disminuye el círculo de las relaciones, aumenta la soledad, disminuye la cantidad de apoyos sociales y agudiza los sentimientos depresivos».
Mucho más recientemente, la socióloga argentina Roxana Morduchowicz escribió lo que sigue en La generación multimedia (2008), un libro que, por lo menos una vez en la vida, todos debiéramos leer: «Salir para los más jóvenes es signo de autonomía y de independencia. Es lo que les gustaría hacer. Pero, en realidad, la mayor parte de su tiempo libre la destinan a interactuar con los medios, dentro de la casa. Quedarse en casa significa pasar más tiempo con los medios de comunicación. El declive de la cultura de la calle y la paulatina transformación de los hogares en hogares mediáticamente ricos están sin duda relacionados. Sin embargo, si la frontera hasta hace una década era la puerta de la casa, que separaba el afuera (la calle) del adentro (la casa), en los últimos años apareció una nueva frontera: la puerta de la habitación, que separa el espacio colectivo del individual, dentro del hogar».
«El hombre –escribió la teóloga rusa Tatiana Góricheva- ya no busca conversar con otros hombres. La cultura de la conversación, de la fiesta, del estar juntos, tal como se conoce en Rusia, donde se pasan noches enteras hablando con los otros, se ha perdido. Ya no se encuentran unos con otros. Se va y se viene, totalmente libre». ¿Pero de veras se va y se viene? Tampoco esto es ya verdad: no se va ni se viene: se está, simplemente, en la propia habitación donde, como dijera el salmista, ya nada nos falta.
Siempre he creído que la grandeza se contagia misteriosamente a través de ciertos encuentros esenciales. Los grandes hombres que hoy conocemos son aquellos que conocieron a su vez –en su niñez, en su juventud o en alguna otra etapa de su existencia- a otros grandes hombres. Y no es que sea yo tan ingenuo como para pensar que la grandeza se transmita por ósmosis; es que creo que la grandeza suscita naturalmente el deseo de imitarla. Henri Bergson fue maestro de Jean Guitton, Karl Rahner fue discípulo de Martín Heidegger, André Maurois fue alumno de Alain, el gran pensador francés; León Chestov fue amigo de Nicolás Berdiaev… Este último escribió así en su Autobiografía espiritual: «En la vida religiosa tienen mucha importancia los encuentros con personas».
Compruébelo, compruébelo usted: lea las biografías de los grandes hombres y vea quiénes fueron sus maestros y amigos. Quedará usted, se lo aseguro, gratamente sorprendido.
«Si el padre de Foucauld no hubiese encontrado al abate Huvelin, y Lyautey al general Gallieni, es poco probable que uno y otro llegaran a ser lo que fueron. Uno de los elementos capitales de nuestra existencia es, por lo tanto, el encuentro con un ser más fuerte que nosotros. No se trata, evidentemente, de una superioridad objetiva… Es claro que a quien no siente disposiciones para el atletismo o la música, el encuentro con atletas célebres o con grandes músicos no le aporta nada de esencial ni le revela verdad alguna sobre el propio yo. Sólo es decisivo el encuentro con otro que aparentemente encarna y ha realizado ya aquello hacia lo que el hombre tendía confusamente. Quizá uno no tenía una conciencia clara de las propias aspiraciones y el encuentro con el otro obra precisamente haciéndolas pasar por el estado de subconsciencia al estado consciente» (Ignace Lepp, La comunicación de las existencias).
Sí, así es, en efecto. Lo malo de que los muchachos permanezcan todo el tiempo navegando en Internet o escuchando música solos en sus cuartos está en que así no encontrarán nunca a aquellos que los podrían ayudar a ser plenamente ellos mismos.
Los encuentros son necesarios, pero para encontrar es necesario salir. Sí, que el padre cambie el castigo, que mande a su hijo a donde no haya otra cosa que una ventana abierta al infinito: tal vez a través del vidrio, acodado en el alféizar, empiece este muchacho solitario a hacerse unas cuantas preguntas; no sé, tal vez hasta empiece a formularse las auténticas preguntas de la vida…
redaccion@yoinfluyo.com
* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com