Zacarías un hombre

Zacarias

La Escritura se limita a decir que era un hombre de edad avanzada y que era sacerdote del Altísimo. Aunque el libro santo no dice nada más, nos lo imaginamos silencioso: tan silencioso como Isabel, su mujer, pues así como la suma alegría es muda, así también es mudo el sumo quebranto.  



Acaso muy en el fondo se creía maldito: no tenía hijos. A pesar de ello, cada determinado tiempo debía cantar: «Sean nuestros hijos un plantío, crecidos desde su adolescencia; nuestras hijas sean columnas talladas, estructuras de un templo». ¿En qué pensaba al repetir las palabras del salmo? ¿Las recitaba con piedad? ¿No creía estar diciendo mentiras? Y luego: «La herencia del Señor son los hijos, una recompensa es el fruto de las entrañas. Son saetas en manos de un guerrero los hijos de la juventud». Si esto era de veras así, como cantaba en las fiestas religiosas de Israel, ¡qué pobre guerrero debía sentirse el viejo Zacarías!

Para la mentalidad de la época, Zacarías era un hombre sin futuro, pues privado de descendencia no tenía en quién sobrevivir. Sin embargo, seguía cumpliendo con sus deberes, según se deduce de la lectura del texto que habla de él: 

«Sucedió que, mientras oficiaba delante de Dios, en el grupo de su turno, le tocó en suerte, según el servicio sacerdotal, entrar en el Santuario del Señor para quemar incienso» (Lucas 1, 8-9). 

Lo cual lleva a pensar que, pese a sus tormentos interiores, Zacarías se mantenía en pie, conservando la compostura y la dignidad.  

Que era un hombre pobre es algo que también puede deducirse fácilmente, pues a los sacerdotes del Antiguo Testamento les estaba prohibido amasar bienes de fortuna. ¿La razón? Dios mismo era su herencia: «Yahvé dijo a Aarón: “Tú no tendrás heredad alguna en su tierra; no habrá porción para ti entre ellos. Yo soy tu porción y tu heredad entre los israelitas”» (Números 18,20). 

Dios era lo único con lo que contaba y, sin embargo, este Dios al que él servía con abnegación y casi con la boca cerrada le había negado un hijo, es decir, lo maldecía. Así pues, Zacarías no sólo era pobre, sino doblemente pobre: pobre y maldito. 

Pero un día, mientras oficiaba en el Templo, el ángel del Señor se le apareció diciéndole: 

-«No temas, Zacarías, porque tu petición ha sido escuchada; Isabel, tu mujer, te dará un hijo, a quien pondrás por nombre Juan» (Lucas 1,13-14).

«Tu petición ha sido escuchada». ¿Qué le quiso decir el ángel con semejantes palabras? ¿Cómo hay que interpretarlas? ¿Quiere esto decir que Zacarías, ya viejo, seguía pidiendo aún el milagro, desafiando todas las leyes de la lógica y del buen sentido? Al parecer, sí. 

Y si alguien hubiese escuchado la oración de aquel anciano, acaso habría soltado una carcajada. «¿Qué es lo que pides? Resígnate a tu suerte y deja en paz al Señor. ¡Lo que a estas alturas deberías pedir, anciano insensato, es una buena muerte!». 

No obstante, Zacarías seguía suplicando, y su oración fue escuchada. Cuando el ángel le hace saber que tendrá un hijo y que éste deberá llamarse Juan, el anciano duda y en castigo le es impuesto un periodo de silencio que durará hasta que nazca el niño. «¡Qué ironía! -dice el teólogo suizo Karl Barth (1886-1968) comentando este pasaje evangélico-, justo en el momento en que estamos más ricos de palabras es cuando se apodera de nosotros el silencio!». De la mudez nacerá entonces el que es la voz, la voz que clama en el desierto: Juan el Bautista. 

A nuestra sociedad, que no adora más que la juventud y que no tiene más que esta palabra en la boca, habría que recordarle que cada etapa de la vida, si se quiere, podría estar llena de belleza y dignidad. Dios no ama sólo a los jóvenes, ni se complace únicamente en el vigor de los músculos. «No te fijes en su apariencia ni en lo imponente de su figura –advierte Yahvé al profeta Samuel cuando éste está a punto de ungir por equivocación a un hermano de David-. Porque Dios no se fija en lo que se fija el hombre, pues el hombre mira la apariencia externa, mientras que Yahvé mira el corazón» (1 Samuel 16, 7). Dios, en verdad, pudo escoger a un joven para dar nacimiento al pueblo de Israel, pero no escogió sino a un anciano más que setentón llamado Abraham. Con ello se quiere decirnos que ninguna edad es estéril y que en cada momento la vida puede comenzar, como comenzó para este viejo procedente de Ur de los caldeos que, cuando supo que iba a ser padre, no supo hacer otra cosa que echarse a reír.  

Tenía razón el dominico A. D. Sertillanges (1863-1948) cuando escribió en uno de sus libros: «La fe no nos es exigida únicamente en relación a lo invisible, sino también a lo increíble. Creer en lo invisible es el primer mérito de la fe; creer en lo imposible es su heroísmo» (Espiritualidad cristiana). 

Pero continuemos con Zacarías; he aquí su retrato espiritual: un hombre que a pesar de su desconsuelo interior continúa haciendo lo que hay que hacer; que ni dimite de sus obligaciones cotidianas ni pone su esperanza en números rojos; que no se queda en la cama lamentándose de su negra suerte, sino que sigue esperando lo que a todas luces parece imposible conseguir, y que, pese a su edad avanzada, continúa ilusionándose respecto al futuro, como si no fuera ya demasiado tarde. Como si nunca fuera demasiado tarde. 

Cuando sea viejo (si es que se me es concedido el don de la vejez, si es que la merezco), me gustaría ser como él.

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