“Traidor de nacimiento, miserable, intrigante, de naturaleza escurridiza de reptil, tránsfuga profesional, alma baja de esbirro, abyecto, amoral”, son algunas de las injurias que documenta Stefan Zweig en su magnífica biografía de Fouché. Y son el tipo de calificativos que se escuchan en estos días sobre Ricardo Anaya.
Es innegable que el ahora candidato del PRD, el panista Anaya, ha sorprendido con su habilidad para lograr lo que se propone. Si alguien lo subestimó, se equivocó terriblemente. Lo que se pensaban como defectos han resultado ser sus motores y parte esencial de su éxito. Su frialdad le hace avanzar sin detenerse ante nada ni ante nadie; sus dobleces le permiten estar con uno y con otro mientras elige a quién dará la puñalada; su falsa sonrisa le congela las expresiones; su juventud oculta las amarguras de un viejo; su ambición es su motor; su apariencia panista le permite ser el más priista que haya presidido ese partido.
No hay que engañarse: Anaya es el dueño del PAN. No hay límites en ese partido para su presidente. Ha desdibujado al partido que estaba en una posición única para ganar, le ha robado la identidad para mezclarla con la del decadente perredismo. Pero eso le ha funcionado. Él avanza. En la aventura personal de su candidatura arrastró a su partido a niveles inéditos. El regalo de más de cien distritos al PRD es un exceso. Ese partido y MC no llegan a valer juntos nueve puntos, ahora podrán llegar a tener más que el panismo.
Pero todas esas cosas, hay que reconocerlo, no le hacen mella y sigue adelante. Sabe que el que apuesta mucho, gana o pierde mucho. Sacó su Frente (que ya no es ni opositor ni ciudadano) contra la incredulidad de muchos (me incluyo en la lista). Demostró que en el panismo manda él y se acabó. Y también en el PRD –por lo menos por los próximos meses–. Tiene en la bolsa algunos personajes de la izquierda y de la comentocracia. Aguantó la tormenta de la campaña en contra y consiguió lo que buscaba. No es poca cosa.
Desdeñarlo sería un error de sus adversarios. Más allá de simpatías o preferencias, Anaya puede ser un buen candidato. Tiene la disciplina que requiere un candidato, pero también es una persona estructurada, con facilidad de palabra que se desenvuelve con tranquilidad en el manejo de los temas, aunque tiende a sentirse profesor. No será fácil para nadie debatir con él. Ya está curtido contra los golpes y se dedica sistemáticamente a sí mismo. Más aún si lo comparamos con Meade, que ha mostrado en sus múltiples entrevistas no tener nada que decir y, peor aún, ni siquiera haber preparado una respuesta para una de las preguntas básicas que le harían.
Claro, falta tiempo y muchas cosas suceden en las campañas. Nada está definido para nadie. Vendrá la pantomima de la interna panista y el inevitable golpeteo con sus diversas reacciones. Por lo pronto ya hay una cara más para la boleta y es la de Anaya. A ver si no le pasa lo que dice Zweig de Fouché: “Pero su hambre insaciable de poder ha convertido a este lobo audaz en un perro cobarde”.
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