Echeverrismo

Luis Echeverría guarda ciertos parecidos con AMLO: el nacionalismo trasnochado, su pleito con todos, su enfrenamiento con las empresas y el mundo abierto.



La muerte de Echeverría esperada por muchos, pero postergada hasta que tuvo 100 años, guarda, por lo menos, un par de paradojas. Una, que murió el día del aniversario del golpe que su gobierno le dio al periódico Excélsior. A partir de esa fecha hay un antes y un después en el periodismo mexicano. La otra paradoja es que, después de 46 años de terminado su gobierno, está en la Presidencia de la República un personaje al que la mayoría de los analistas lo considera como alumno avanzado de su populismo: López Obrador.

Echeverría era siete años mayor que el PRI. Vivió muchos años, pero no los suficientes para ver el entierro de ese partido. No sabemos si veremos ese entierro, pero es posible que en el panteón se hubiesen cruzado el ataúd del tricolor con el del expresidente. Lo cierto es que el PRI se encuentra en gravísimos problemas. El líder de ese partido tiene acusaciones públicas de corrupción, el expresidente Enrique Peña Nieto, priista, está sujeto a una investigación de la Fiscalía General de la República y adentro de ese instituto hay manifestaciones cada vez más claras de que o se hace algo o éste muere. Nada o poco queda de aquel partido todopoderoso que le tocó al hombre que murió hace unos días.

Echeverría desarrolló una carrera burocrática que lo llevó hasta la Presidencia. Según reportajes y otros trabajos periodísticos de la época, fue el burócrata por excelencia, un hombre que debía alcanzar el éxito a través del escalafón, recorriendo oficinas. Subiendo escalones, poniendo toda la disposición a la persona de “el líder”, entregando su tiempo y energía a la consecución de sus objetivos personales, siguiendo de manera metódica las instrucciones que se le daban, pero también adelantándose a los deseos del jefazo. Echeverría es el reflejo que se encuentra cuando uno habla del PRI como partidazo y el presidente era el priista número uno, cuya palabra era ley en el país.

Como personaje político, Luis Echeverría se labró una imagen que iba desde el izquierdismo radical al populismo de derecha; su rechazo visceral a los empresarios tuvo consecuencias fatales para el país. Lo repudiaban lo mismo los hombres de empresa que los estudiantes de la UNAM, que lo apedrearon cuando fue a dirigirles un mensaje (les gritó: “Jóvenes pagados por la CIA”). Su paso por la vida pública estuvo marcado por la represión juvenil, la cooptación de medios y de ciertos intelectuales (el caso de Carlos Fuentes fue notable), el enfrentamiento abierto con quien no estuviera de acuerdo con él: fueran empresarios o periodistas, intelectuales o académicos. Dueño de una verborrea fenomenal, Echeverría podía hablar durante horas. Su nacionalismo era verdaderamente demencial. El humor público le cobró todas. A su cargo se hicieron chistes que reflejaban no sólo mofa, sino un personaje que padecía marcados extravíos mentales. Su sexenio concluyó con delirios en los que creía que iba a ser Premio Nobel de la Paz y se sentía representante de los “pueblos del tercer mundo”.

Por supuesto que guarda ciertos parecidos con AMLO –que se formaba apasionadamente en el PRI de aquella época–: el nacionalismo trasnochado, su pleito con todos, su enfrenamiento con las empresas y el mundo abierto; su fobia a la prensa y a todo lo que refleje libertad de pensamiento; la verborrea y la demagogia como ejes de su discurso público son claros referentes del echeverrismo a la tabasqueña que estamos viviendo. Pocos sobrevivieron a Echeverría –no estuvo nada fácil–; quedan por ahí algunos que trabajaron con él y que, naturalmente, no tardan en alcanzarlo, y también el recuerdo que se puede tener de un gobierno que vive épocas de locura.

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