La represión a los migrantes de los países vecinos es vergonzosa y es fruto de una política ordenada por Trump y obedecida por López Obrador.
Las tragedias se suman. No salimos de una y estamos en otra. La semana pasada fuimos aplastados por la noticia cruel y pavorosa del asesinato de dos sacerdotes jesuitas y un guía de turistas adentro de una iglesia en la sierra Tarahumara, cuando hace un par de días aparece la nota de 51 indocumentados muertos en la caja de un tráiler en Texas. Hasta el momento 27 de esos 51 son mexicanos. Ya lo hemos comentado repetidamente en este espacio: las reacciones del presidente ante las tragedias son lamentables e indignantes.
Este sexenio, al igual que los anteriores, tiene sus propias tragedias. La única diferencia es que a López Obrador parecía que no se le apuntaban los muertos en alguna cuenta, pero sí, ahí está la abrumadora y sangrienta lista de todos sus muertos y su nulidad como generador de políticas públicas eficientes en materia de seguridad y de migración para dar un ejemplo con las muertes de que hablamos.
El presidente se enoja, hace rabietas y reclama acremente que se le señale, que se le voltee a ver como responsable. Pareciera que no se ha dado cuenta de que ya no es candidato y que es presidente del país desde hace unos años – muy lamentables, por cierto–, y que en efecto lo que suceda pasa por una suerte de responsabilidad suya. Claro que nadie lo señala por tener una pistola y disparar contra gente inocente, o de manejar el camión de la muerte y abandonarlo en otro país con migrantes adentro ya muertos de asfixia. Él cree que de eso se le culpa. Pero no: se trata de un reclamo lógico por su manifiesta ineptitud para ponerse a trabajar a fondo en esos temas. Porque la política de seguridad con los abrazos en lugar de balazos es un fracaso. No importa que el presidente insulte a los jesuitas y a la jerarquía católica –todos los mexicanos sabemos que el insulto, la agresión es la manera en que se relaciona con los demás–, lo que importa es que su gobierno no ha hecho nada más que contemplar cómo el crimen organizado se apodera del territorio nacional. Desde ir a matar a unos sacerdotes a su iglesia en Chihuahua, cobrar derecho de piso, humillar a los miembros de las Fuerzas Armadas o prohibir la venta de pollos al público como ha sucedido en Guerrero. A eso el presidente responde con algún chistorete, un insulto o alguna frase estúpida.
La migración ha sido otra tragedia en este sexenio. Basta ver las escenas en nuestra frontera sur de decenas de miles de centroamericanos que son recibidos a golpes y patadas por las autoridades mexicanas. La represión a los migrantes de los países vecinos es vergonzosa y es fruto de una política ordenada por Trump y obedecida por López Obrador. Recorren nuestro país y son esquilmados por las autoridades, saqueados por los polleros –que son parte del crimen organizado– y varios de ellos son apresados en cuanto cruzan la frontera del norte o mueren de manera espantosa asfixiados en la caja de un tráiler junto con otros mexicanos.
Este sexenio también está marcado por la tragedia. Su balance estará salpicado de sangre y de muerte por la criminal ineptitud de este gobierno. Sangre y muerte, dos cosas que siempre estuvieron en el discurso del candidato López Obrador como crítica sus adversarios y que ahora formarán parte de la historia de su gobierno.
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