En el pasado, las iglesias protestantes, anglicanas y otras denominaciones continuaron su proselitismo sin impedimento alguno mientras que a la Iglesia católica se le prohibía evangelizar.
En la pasada entrega vimos cómo la persecución de la iglesia en México comienza, con la ley en la mano, poco después de que éste se separara de España.
Mientras que las leyes de reforma de Juárez, promulgadas a partir de 1855 y la constitución revolucionaria de Carranza en 1917, restringieron severamente la misión de la iglesia; el gobierno promovió, tanto la filosofía liberal positivista en colegios y universidades como la proliferación de las sectas protestantes financiadas por la masonería.
Ante las encarnizadas luchas por el poder, entre las distintas fracciones liberales, Venustiano Carranza es asesinado en mayo de 1920 y el General Álvaro Obregón es “elegido”. Su presidencia, de 1920 a 1924, pavimentaría el camino para una persecución religiosa, mucho más violenta y cruel.
Obregón fortaleció a la Confederación Regional Obrera Mejicana (C.R.O.M.), misma que utilizaría el gobierno, especialmente el de Plutarco Elías Calles, en la persecución religiosa. Además, a través de su famosa “política tortuosa” también llamada “política de buscapiés,” provocó a los católicos con afrentas constantes y específicas, con la finalidad de tantear el terreno y medir la capacidad de reacción del ultrajado pueblo católico.
En enero de 1921, tiene lugar la coronación de la imagen de Nuestra Señora de Zapopan, en la Catedral de Guadalajara. A esta asistieron varios obispos, arzobispos, así como 20,000 fieles; quienes al finalizar la ceremonia gritaron al unísono: “¡Viva la Iglesia católica! ¡Viva el Episcopado Mexicano! ¡Viva México! ¡Viva la libertad religiosa! La respuesta del gobierno llegó dos semanas después, explotando una bomba en la puerta del arzobispado de México.
En el mes de mayo, varios obreros subieron a las torres de la Catedral de Morelia e izaron la bandera comunista rojinegra. Inmediatamente después, entraron a la Iglesia y apuñalaron una imagen de la Virgen de Guadalupe. Ante este agravio, los fieles organizaron una manifestación pacífica que el gobierno disolvió a tiros, dejando un saldo de 50 muertos y varios heridos.
En noviembre del mismo año, un hombre ingresó a la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, en la Ciudad de México, con un ramo de flores que, antes de salir, colocó ante la sagrada imagen. Poco después, la bomba escondida en el ramo explotaba dañando gran parte del altar y unos candeleros de latón, que ahí se encontraban. El Cristo Crucificado de hierro y bronce, que se encontraba cerca de la imagen, cayó retorcido al piso. Sin embargo, Dios no permitió que ni la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, ni el cristal que la cubría, sufriesen daño alguno. La protesta del pueblo guadalupano no se hizo esperar. Sin embargo, el gobierno, dando muestras de un calculado cinismo, hizo circular el rumor de que la bomba había sido colocada por los mismos católicos para culpar al gobierno y provocar una revuelta. A pesar de que se localizó rápidamente al responsable, éste fue protegido por el gobierno.
El día primero de mayo de 1922, la casa de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (A.C.J.M.), en la ciudad de México, fue atacada por una turba de socialistas. Álvaro Obregón, como era su costumbre, culpó de esto a los católicos.
El 13 de enero de 1923, el delegado apostólico, Monseñor Ernesto Filippi, bendijo, en una ceremonia pública, la primera piedra del Monumento Nacional de Cristo Rey, en el cerro del Cubilete en Guanajuato lo que le costó su inmediata expulsión del país.
En octubre de 1924, el pueblo católico celebró, con gran fervor, el primer Congreso Eucarístico Nacional. Sin embargo, se prohibió que se sacara de la Catedral de México, el Santísimo Sacramento para hacer la procesión final en la vía pública. Además, el gobierno boicoteó la fiesta de clausura, cortando la energía eléctrica. Al término del Congreso, Álvaro Obregón tomó medidas legales contra varios de los asistentes además de ordenar la destitución de todos los empleados públicos que tomaron parte en el Congreso. Una vez más, el pueblo organizó manifestaciones de protesta contra los continuos ultrajes del gobierno.
Sin embargo, las múltiples respuestas pacíficas de los católicos no disminuyeron la ofensiva del estado. Por el contrario, esto infundió valor al cobarde gobierno que, habiendo comprobado que podía golpear, impunemente al devoto pueblo mexicano en una mejilla, se disponía a golpear la otra, a través de su más feroz embestida, en esta ocasión, a cargo del General Plutarco Elías Calles.
Calles ocupa la presidencia de 1924 a 1928 con un objetivo, culminar los planes de destrucción de la iglesia en México. Para ello ayuda a fundar en 1925, junto con Ángel Jiménez Juárez y los sacerdotes José Joaquín Pérez Budar y Manuel Luis Monge, la “Iglesia Católica Apostólica Mejicana” (ICAM) la cual reconocía como legítimas todas las leyes anticlericales a la vez que desconocía la autoridad de Roma.
Unos meses después, el 14 de junio de 1926, se decretaban “las reformas al Código Penal”, también llamadas “Ley Calles” las cuales como lo expresara proféticamente meses antes, el Obispo de Huejutla, José Manríquez y Zarate, en una de sus cartas pastorales, mostraban claramente: “La intención del gobierno de acabar, de una vez y para siempre, con la religión católica en México… El tirano odia a Jesucristo, se ufana de ello. Quiere raer del suelo mexicano el nombre de Cristo”.
La “Ley Calles”, además de prohibir a los sacerdotes extranjeros ejercer por completo su ministerio en territorio mexicano, requirió el registro de los sacerdotes nacidos en México ante la autoridad civil, con lo cual el ejercicio sacerdotal dependía por completo del gobierno, quien podía retirar su aprobación y permiso en cualquier momento. Dicha ley también se aplicó a los obispos con lo cual, siguiendo el modelo establecido por los masones en la revolución francesa y adelantándose al gobierno comunista chino, buscaba el control total de una iglesia desligada por completo de la autoridad de Roma.
Es importante señalar que, dichas leyes iban encaminadas a perseguir específicamente a la iglesia católica. Muestra de ello es que, las iglesias protestantes, anglicanas y otras denominaciones continuaron su proselitismo sin impedimento alguno mientras que a la Iglesia católica se le prohibía evangelizar.
En un último golpe, el gobierno callista suspendió todas las demostraciones públicas del culto católico. Frente a esta difícil situación, el 25 de julio de 1926, a través de otra carta pastoral, los obispos mexicanos comunicaron a los fieles que, con autorización del Santo Padre Pio XI habían decidido suspender el culto dejando en manos de los fieles, el cuidado de las iglesias retirándose obispos y sacerdotes de estos, a fin de no tener que registrarse ante el gobierno. El 31 de julio de 1926, se suspendió el culto público en todos los templos del país. México se sumía en la más profunda desolación. Los obispos trataron de negociar y los fieles organizaron un bloqueo económico. Todo fue en vano.
La situación era grave y ya no había lugar para la tibieza. Los católicos tenían dos opciones: claudicar y ver desaparecer la verdadera fe del suelo mexicano o tomar las armas para defenderla. El devoto pueblo se preparaba para luchar contra el tiránico gobierno que arrebataba a los fieles mexicanos el legítimo derecho de rendir culto a Dios y practicar la Santa Religión. Empezaba la heroica guerra cristera en la cual, el pueblo llano decidió defender, con las armas en la mano y a costa de su propia vida, el Reinado de Cristo Rey. De dicha guerra, hablaremos brevemente en la siguiente entrega.
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