El presidente que prefiere saludar a los familiares de narcotraficantes que asistir a un evento del Poder Legislativo, no se gana el respeto.
El energúmeno de Palacio anda desatado. Irritado porque la realidad no es como él quiere, don Andrés suelta su furia contra todo lo que se mueve y que no piensa como él. Hace también unos acomodos e interpretaciones de la realidad que sorprenden. Es como el niño que fuimos algunos diciendo que “el profesor la trae contra mí”, o “el árbitro jugó con el equipo contrario”. Siempre hay una culpa de los demás, siempre sucede que las cosas son como las ve él y que los demás están mal, están equivocados. De esa manera, cuando la gente rebasa a su equipo de seguridad y se le acerca de manera desordenada y hasta peligrosa, él ve que la gente “se quiere acercar”, cuando va directa y desesperadamente a reclamar, justo cuando acaba de decir que se “ayuda a la gente como nunca”; cuando el gobierno estadounidense cancela la presencia de un alto mando en los festejos de la Independencia, él ve que las relaciones son inmejorables y pasan por gran momento. Vive en una realidad alterna y no tardará en trasladarse a otro planeta.
¿Por qué el presidente cree que, a tres años de la gira de su circo llamado las mañaneras, a los políticos de oposición les preocupan que los insulte en las mañaneras? Muchos de ellos es lo que necesitan para sentirse bien: que el presidente les dedique unas palabras de ataque en sus rollos matutinos. Porque algo tiene el presidente que, en su desesperación, crece a sus enemigos sin ton ni son.
Pocas cosas tan difíciles para un gobernante como aceptar los hechos adversos a sus planes y proyectos. De eso está hecha la vida del gobernante, por eso los que figuran en la historia –preocupación del presidente– son los que saben rehacerse y reponerse de los golpes en contra. Los que dan muestras de temple y de inteligencia, de generosidad y de visión –cosas que no están exentas de sacrificio–. Pero un individuo rabioso que la emprende contra lo que sea y contra quien sea con tal de tener un insulto que proferir, una agresión que lanzar, no llegará muy lejos en la historia, ni siquiera como un dolor de cabeza, sino como un mal rato, de esos que suelen tener las naciones.
El presidente dice que no va al Senado porque no quiere que le falten al “respeto”. Por cierto, respeto es una palabra que está usando mucho el presidente. “Me van a respetar o no”, le gritó a una turba que le reclamaba airadamente la falta de apoyos. Los tuiteros le “faltan al respeto”, debe “cuidar la investidura presidencial” para que no “le falten al respeto”. No deja de ser curioso que se esté refugiando en esa palabra, algo siente en el ambiente que ya se quebró con él y, en efecto, seguramente es el respeto. Porque alguien que insulta a toda una comunidad porque él supone que piensan de determinada manera, no se gana el respeto; alguien que desde el poder agrede y pone apodos, no se gana el respeto; alguien que usa su cargo para amedrentar a sus adversarios, no se gana el respeto; alguien que sataniza el esfuerzo individual, las ganas de prosperar de una sociedad, no se gana el respeto; quien ha hecho del insulto una política pública, no se gana el respeto; el presidente que prefiere saludar a los familiares de narcotraficantes que asistir a un evento del Poder Legislativo, no se gana el respeto.
Es claro: el Presidente pide a gritos respeto, porque sabe que se le ha perdido. Ahora lo busca por los rincones.
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