Detener la violencia contra las mujeres, como de cualesquiera tipos de violencia tiene solución moral no legal; y para que la moral se aplique, se necesita educación, ya que sólo ésta puede llevar a la comunidad a un cambio cultural, con un trato consciente y definido, muy distinto, mejor para las mujeres.
Las leyes penales, o al menos administrativas, unas que imponen penas de prisión y otras multas, arrestos y reparación de daño no han demostrado, en lo general, ser causal de cambios de conducta de las sociedades. Sin duda que la amenaza legal para los infractores es un disuasivo que reduce la incidencia del delito o la falta, pero no cambia a la sociedad, sólo la reprime en lo posible.
Esta relativa fuerza de la ley como disuasivo vale para todo tipo de faltas o delitos, desde el robo o el homicidio hasta la violencia contra la familia o en particular contra las mujeres. Y así, cuando el abusador prevé la impunidad o la incapacidad de la autoridad para sancionar al culpable, la violencia seguirá viviéndose.
Cambiar la conducta para disminuir hasta eliminar socialmente el desprecio hacia la mujer, con todo lo que ello conlleva, es algo mucho más que disuadir al presunto infractor. No se trata de que disminuya la violencia por miedo al castigo, con o sin impunidad, sino que exista en el individuo una nueva visión del rol social de ambos sexos: hombre y mujer. Pero hay algo más.
Si no existe un convencimiento profundo, no momentáneo o emocional como en el Día de las Madres, de la dignidad de la mujer equivalente a la del varón, la violencia contra ella seguirá siendo parte de la vida común; seguirán las quejas en la sociedad, en notas de prensa y en los discursos y conferencias en congresos, seminarios y mesas redondas. Muy bonito, pero de escaso valor práctico.
Solamente un proceso, a muy largo plazo por cierto, puede cambiar a la sociedad; y éste es un auténtico cambio cultural que, como hemos dicho, solamente se obtiene con ese proceso educativo, que debe ser profundo, amplio y permanente.
La educación para el respeto a la mujer tiene muchos caminos, pero sin duda el primero se da dentro de la familia. Este cambio de cultura en el trato involucra a todos; no se trata de educar o re-educar sólo a los varones, sino también a las propias mujeres, especialmente a madres, abuelas o tías.
La tendencia a “educar” a las niñas como seres necesariamente subordinados al varón, pero -lo peor de todo-, inculcándoles la idea de que la mujer nació para servir al hombre, y que son por tanto sus servidoras, mantiene el estatus quo. En esta línea de pensamiento, las hijas de familia “deben” servir no solamente al padre sino también a sus hermanos y otros varones, puesto que para eso están.
Cambiar esta pseudo-educación a las niñas y adolescentes es asunto tanto de las mujeres mayores como de los varones. Mientras las mujeres mismas no eduquen a las menores en forma diferente, éstas estarán condicionadas culturalmente a ser las servidoras de los hombres, y de ello se deriva la consecuencia de aceptar como insalvable el posible maltrato de dueño, de amo a su sirviente o esclava.
Los padres de familia que amen a sus hijas y deseen lo mejor para ellas en la vida, en equidad de sexo con los varones, tienen no solamente que educarlas con esta visión, sino también ellos mismos y sus hijos tratarlas con el respeto que se merecen. Si los varones de una familia no tratan dignamente a sus mujeres ¿cómo pueden esperar o encarar que el novio, marido, amigo, jefe, compañero o cualquier otro que se encuentren en la calle las trate dignamente?
Enseñar a los varones a respetar y tratar dignamente a la mujer es un difícil proceso de cambio cultural, y lo es porque la sociedad arrastra siglos de concebir a la mujer como ser inferior. Cualquier intento, proceso o moldeo educativo en pro de la mujer tiene que partir de esta realidad, de otra forma puede pecar de ingenuidad y caer en la esterilidad y la frustración.
En el plano macro social, si la fuerza o amenaza de la ley es solamente un elemento disuasivo frente al maltrato de alcance limitado, y ello no cambia la cultura, la visión de la dignidad femenina, entonces la sociedad sí tiene un rol importante para modificar esa cultura.
Por una parte están por supuesto las instituciones educativas, desde la escuela elemental hasta la universidad. Por otra parte están las organizaciones sindicales, políticas y de todo tipo, en donde conviven hombres y mujeres. En ellas es más fácil que la exigencia de equidad de trato resulte en alguna forma de cambio cultural que la amenaza de la cárcel.
Pero en otro plano, las organizaciones de la sociedad civil, con presencia en los medios de difusión y éstos mismos pueden, con su insistencia en el respeto a la mujer, colaborar a ese cambio cultural. Toda organización que lucha por el respeto a las mujeres debe mantener sus campañas tanto educativas como de denuncia.
Aunque la fuerza de la ley tiene poco valor educativo y más bien disuasivo, las empresas, instituciones privadas de todo tipo y la organización gubernamental de todo nivel y medio deben tomar medidas drásticas para re-culturizar a la sociedad sobre la dignidad femenina. Mientras que en todas ellas no se mantenga un proceso de cambio y reeducación a favor de la mujer, comenzando con el ejemplo, no se avanzará en el necesario cambio de cultura a favor de la equidad de trato.
En todo esto hay un principio clave, hay que insistir, y es que el trato digno a la mujer debe ser no consecuencia de la amenaza de castigo, sino resultado de una convicción profunda, moral, de este deber ser. Así, el buen trato a las mujeres se hará con gusto, con entusiasmo y con amor.
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