David Owen en su libro En el poder y en la enfermedad describe cuadros clínicos de líderes de distintas épocas y narra las decisiones que tomaron cada uno.
Uno de los temas de la semana ha sido la salud del presidente. A falta de información creíble están ganando los rumores respecto de la salud del tabasqueño. Pero más allá de la situación que guarda nuestro presidente, vale la pena tener en mente que siempre la salud física y mental de los mandatarios ha estado en el debate público y con más fuerza con la presencia de las plataformas de medios de comunicación. La preocupación no solamente se da durante el mandato, sino también posteriormente, más aún en el pasado que sólo se sabía de la salud de los mandatarios a la muerte de estos.
David Owen, un médico famoso que también incursionó en la alta política –fue ministro de Asuntos Exteriores británico–, publicó hace unos años un libro por demás interesante: En el poder y en la enfermedad (Ed. Siruela). Owen describe cuadros clínicos de líderes de distintas épocas y narra también con precisión el tipo de decisiones que tomaron mientras tenían algún padecimiento. Es un libro sin desperdicio. Veamos algunos casos.
Sobre Hitler, Owen menciona que invariablemente está la idea de que el genocida alemán estaba loco. Ninguna institución mental “lo incapacitó”; al contrario, “ascendió al poder y luego consolidó el poder absoluto en sí mismo mediante un cálculo y una autodisciplina extremadamente brillantes y cuidadosos”. Henry Murray, un experto en personalidad de Harvard, “diagnosticó histeria, paranoia, esquizofrenia, tendencias edípicas, autodegradación y ‘sifilofobia’, definida como miedo a la contaminación de la sangre a través del contacto con mujeres”. Hay mucho de especulación respecto de algunos aspectos de la salud del jefe nazi, como algunas fuentes que, “para explicar la personalidad y las decisiones de Hitler”, mencionaban su monorquidia, esto es, que solamente tenía un testículo, lo cual “se sabía y durante la guerra fue el tema de una canción satírica que todavía se canta”.
Mussolini vomitaba sangre siendo joven debido a una úlcera gastroduodenal y padecía de depresiones. “A finales de 1942, la salud mental de Mussolini pudo más que él. Perdió la cuarta parte de su peso corporal en el espacio de pocos meses, a causa no sólo de las úlceras de estómago de las que se quejaba hacía tiempo, sino también de su arraigada depresión. Toda su grandilocuencia había desaparecido; no tenía reservas de valor ni de fuerza”. Nixon padecía “depresión, paranoia y alcoholismo”. Miterrand le ocultó a los franceses su cáncer más de una década. El alemán Willy Brant padecía depresiones, “unas 12 al año”, y “permanecía en cama dos o tres días incomunicado de todos, hasta de su esposa. Su equipo llamaba ‘gripe’ al episodio”.
Quizá pocos padecieron enfermedades y dolores de espalda como Kennedy. El joven presidente intentó ocultar desde su campaña los terribles dolores que lo aquejaban. Owen menciona que “para aliviar sus dolores de espalda, tomaba a veces cinco duchas calientes al día en la Casa Blanca, se bañaba en una piscina de agua caliente y utilizaba una mecedora. Con el paso de los años fueron muchas las inyecciones de procaína que se le pusieron en la región inferior de la espalda”, en ocasiones más de tres veces al día. Como se puede apreciar, el libro de Owen no tiene desperdicio; es interesante, morboso, trae mucha información y buenos chismes.
Mientras tanto aquí nos avisan después de tres días de no ver al siempre omnipresente presidente que “recupera su vigor” y que está “de buen humor”. Seguramente así es, ¿o alguien lo duda?
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