El 2020 ha sido un año difícil entre el desastre del abuso e ineficiencia de la autoridad y el mal manejo de la pandemia.
Hace un año, desde China llegaba la noticia del nuevo coronavirus, invisible, de fácil transmisión y con un alto índice de letalidad que demandaba atención y preparación por parte de las autoridades de cualquier parte del mundo. A partir de ese momento, entrábamos en una etapa de alerta e incertidumbre ante lo que podría causar en la población, en particular a los adultos mayores y aquellos que tuvieran algún padecimiento crónico.
México contó con la información necesaria para haber emprendido programas sanitarios en los tres órdenes de gobierno e inhibir los niveles de contagio en el espacio público, así como fortalecer los servicios clínicos y hospitalarios (del ya dañado sector de salud), incluida la dotación de equipo y material suficiente y de buena calidad para el personal (médico, enfermería, administración y limpieza), lo cual sólo sería posible con la reorientación de recursos presupuestales.
Ya para entonces se reconocían las deficiencias en el abastecimiento de medicamentos, en particular los relacionados con el tratamiento de cáncer de niñas, niños y mujeres, así como en la aplicación de cualquier prueba clínica y de análisis de laboratorio.
Ante la parálisis del gobierno, que desde el principio apostó a la reacción en lugar de la prevención para lograr efectividad en el control sanitario, a finales del mes de marzo todas y todos tuvimos que quedarnos en casa y observar cómo la pandemia dominaba la dinámica social, evolucionaba y transformaba nuestra vida personal y colectiva.
Por los medios de comunicación comenzamos a enterarnos de la gravedad de la situación: lo que eran números lejanos de infectados, de recuperados y fallecidos, en cuestión de semanas tuvieron nombre, apellidos y hasta cercanía, porque ya eran conocidos, vecinos, familiares o quizás éramos personas portadoras con o sin síntomas.
A la par, se vivía el caos nacional ante la difícil situación por el nulo crecimiento económico: hombres y mujeres de bien buscaban afanosamente proveer de lo necesario a sus hogares, llevar alimentos a la mesa familiar y desarrollar actividades productivas, en medio de una preocupante situación de inseguridad pública que, ni cómo negarlo, hasta el momento no se ha podido controlar porque no hay una estrategia gubernamental más allá de los abrazos para los delincuentes.
Estamos a punto de concluir un año que, sin duda, ha marcado la convivencia familiar y la forma de relacionarnos a nivel personal, laboral y social, con un necesario confinamiento para disminuir el riesgo de contagio; se evita el contacto físico, mantener una distancia prudente entre personas y el uso permanente de una mascarilla para poder comunicarnos.
Frente a esta realidad, lamentablemente vimos la real dimensión del desdén, la insensibilidad e ineficiencia de una mayoría legislativa que falló al espíritu de servir a los más vulnerables. De poco o nada valieron los argumentos, datos y análisis técnicos y jurídicos presentados por la oposición para que no pasaran muchas de las decisiones presidenciales que desmantelaron programas y servicios para dar rienda suelta a la disposición discrecional de dinero público con fines meramente electorales.
Sin duda alguna, 2020 ha sido un año difícil entre el desastre del abuso e ineficiencia de la autoridad y el mal manejo de la pandemia.
Un abrazo para las familias que tuvieron sillas vacías por la ausencia de sus seres queridos, y, en especial, para los profesionales de la salud que, en su afán de salvar vidas, han comprometido la suya.
Mi reconocimiento a todos aquellos que han decidido guardar las medidas sanitarias para procurar el bien común. Eso es hacer comunidad. No olvidemos que el don más preciado es la vida y tenemos que cuidarla.
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