Los padres debemos poner las normas que consideremos justas, exigir que se cumplan, actuar con seguridad y firmeza.
Recuerdo muy bien la frase de un amigo de mi hijo: “mi mamá no es un barco…es un trasatlántico. Voy a esperar a que termine de comer, y seguramente me dará el permiso”
Las reglas en la familia existen porque, para vivir juntos, hace falta aceptar criterios comunes. Ayudan a todos, papás e hijos a fomentar vidas sanas y buenas actitudes ante la vida, no sólo en la casa, sino fuera de ella.
Como papás tenemos la responsabilidad de educar a nuestros hijos, primero de pequeños y después de adolescentes. No siempre es fácil establecer reglas adecuadas para ellos, ya que podemos caer en los extremos dañinos: el autoritarismo rígido que asfixia a los hijos, los somete a una disciplina inhumana y los acaba alejando. O bien, aquellos padres que lo permiten todo y que un día lloran al ver a sus hijos ahogados en el mundo de los vicios y del fracaso.
Entre los dos extremos se hayan muchas variantes que debemos vivir como papás.
Escuchamos constantemente que los hijos no deben sufrir los traumas que conlleva un exceso de represión. Se hace hincapié en la necesidad de mostrarse afectuoso, comunicativo e indulgente con las necesidades del niño y muy tolerante con su comportamiento.
Este planteamiento es muy favorable para facilitar el desarrollo sin ansiedades, pero en exceso, implica jóvenes sin motivación, con dificultad para decidir su futuro.
Los padres actualmente, nos sentimos confusos y desorientados al tener que educar y poner reglas. El resultado es un comportamiento contradictorio por diferentes motivos: nos asusta defraudarlos; no sabemos o queremos decir NO; no queremos frustrarlos, nos preocupa ser considerados autoritarios; compensamos la falta de tiempo y dedicación con una actitud indulgente y culpable; tenemos miedo al conflicto y a sus malas caras; nos parece que actuamos con egoísmo si imponemos normas que nos faciliten la vida.
Estamos muy equivocados. Las normas ayudan a todos: papás e hijos. La educación perfecta no existe, sobre todo si la consideramos con un conjunto de normas utilizadas como una receta: no hay niño igual a otro ni siquiera en la misma familia, así que más que fórmulas estándar, podemos disponer de guías para orientarnos en situaciones diversas.
Es importante ser espontáneos, la intuición es necesaria porque los propios padres quienes conocer mejor a sus hijos y el modo de ayudarles.
Nuestra empatía, capacidad para ponernos en su lugar, nos permite entender los motivos que ellos tienen para actuar y reaccionar en una determinada situación, y desde ahí, podemos enseñarles modos de afrontarla.
La coherencia es también muy importante porque uno tiene que creer aquello que quiere enseñar. La contradicción entre lo que se dice y lo que se hace invalida la norma que o bien no se cumple o lleva a la mentira.
Aquí cabe decir lo importante que es, que las normas sean establecidas y realizadas por ambos padres en conjunto y de acuerdo.
Los padres deben actuar con seguridad y sin contradicciones. Es sobre todo con un estilo de comportamiento con lo que los hijos se identifican y al que imitan. La norma concreta puede ser más o menos discutida si se le trasmite una forma de ser responsable y honesta.
No se trata de adiestrarlo, convertirlo en algo que deseamos, tendremos más éxito si les ayudamos a descubrir sus capacidades, personalidad y metas en la vida.
Hablemos de los castigos.
No llevan a nada. En general, tienen pocos resultados, sobre todo las humillaciones. Un niño criado en un ambiente de discusiones, gritos, peleas, puede que reproduzca lo que ha vivido.
Los castigos en forma de malos tratos físicos o verbales, convierten al niño en una persona agresiva o, en el otro extremo también insano, en alguien temeroso con serias dificultades para convivir.
Más que castigos, debemos establecer consecuencias, aceptadas por ellos con anterioridad.
Los padres debemos poner las normas que consideremos justas, exigir que se cumplan, actuar con seguridad y firmeza, desde el conocimiento de nuestros hijos y el cariño que les tenemos, sabiendo que nosotros somos el modelo a imitar y que nuestra valoración y respeto, son una meta y una guía para ellos.
Dejémonos de miedos y complejos: en un ambiente favorable de afecto y comunicación, ejerzamos de padres y exijamos que nuestros hijos cumplan también su parte.
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Lucía Legorreta de Cervantes
cervantes.lucia@gmail.com
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