El caso del dios que no es

Para ser una deidad se nota bastante afectado de una miopía que le impide ver que al corazón humano no le basta que su mamacita le diga que se porte bien para obedecerla.


Viento y vanidad


Dios habló y sus palabras causaron el inicio de la existencia de la luz. Antes de que Dios hablara no había ni luz ni ninguna otra cosa. No había materia, ni gravedad, ni energía, ni tiempo, ni movimiento, ni vacío. “Haya luceros en el firmamento celeste, para apartar el día de la noche” … Y así fue”, continúa el relato del Génesis. “Por su palabra surgieron los cielos, y por su aliento todas las estrellas” reitera luego, cantando, el salmo 33. El evangelio de San Juan es aún más contundente: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio con Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de Él, y sin Él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho.” Fue la palabra divina, la palabra eterna, la que creó el universo. Por las palabras que Dios pronuncia es que las creaturas, todas y cada una, son lo que son; que surgen de la nada. La palabra que sale de la boca de Dios les da a las creaturas existencia e inteligibilidad. Basta que Dios pronuncie una palabra para que su voluntad se convierta en un acto creador.

Ahora bien, es claro que lo anterior se aplica de modo exclusivo a la palabra de Dios. Porque Dios es Dios.

No obstante, hay personas, simples creaturas mortales que, por déficit de razonamiento o exceso de soberbia, no convencidas de lo anterior, creen que también sus palabras tienen tanto poder como las palabras divinas. Cito el caso de una de esas personas, la cual ha llegado a convencerse a sí misma de que basta con que diga una palabra para que ante sus ojos y los del mundo entero aquello que ella exprese con sus labios se convierta en una realidad sensible o en una virtud social. “Cesen los crímenes violentos en mi país” dijo una vez, seguro que a partir de entonces –desde que él comenzó a repartir abrazos a los asesinos y a enviar, a costa del erario público, a las madres de estos a visitarlos en la prisión donde purgan condenas en el extranjero– todos los ciudadanos, empezando por los delincuentes más endurecidos de corazón, empezarían a amarse unos a otros como se aman a sí mismos.

“Haya en nuestra nación un sistema de salud mejor que el de Dinamarca y Noruega”, pronunció en otra ocasión, confiado en que esa noche, mientras el pueblo bueno y sabio dormía, aparecería en cada ranchería, villorrio y ciudad un hospital equipado con lo último que la ciencia médica ha inventado, dotado de una farmacia donde las medicinas de última generación llenan los estantes, y con un cuerpo médico especializado y dispuesto a atender a todo ciudadano enfermo sin tener que hacerlo esperar meses.

“Haya en mi país una bonanza económica mayor que la que ha habido hasta hoy”, exclamó en otra ocasión, confiado en que gracias a su omnipotencia las finanzas nacionales rebasarían con mucho los indicadores económicos obtenidos hasta entonces. “Sea mi nación un ejemplo mundial de integridad, honestidad y aplicación recta de la justicia, en la que la impunidad y la corrupción sean meras anécdotas de nuestro trágico pasado histórico”, dijo también, con la cabeza coronada de bellas flores, gracioso tributo de sus fieles adoradores. “Bajen los precios de las gasolinas” dijo en otra ocasión, seguro de que a partir de ese momento los conductores de vehículos sentirían el alivio que sigue a una rebaja de los precios de artículos de primera necesidad.

Pero, ¡ay!, sus palabras han sido sólo viento y vanidad. Nada ha sido creado por ellas. Más bien, sus efectos han sido exactamente lo contrario de lo esperado. La corrupción va en aumento al igual que el precio de la gasolina, los crímenes violentos van al alza, el sistema de salud va en picada, los índices económicos están produciendo sustos e infartos a la ciudadanía. Será que siempre que esa persona se presenta en público para pronunciar sus palabras divinas, en vez de rodearse de ángeles, o por lo menos de imberbes e inocentes monaguillos, se hace acompañar de la plana mayor de la corrupción nacional. O será que, para ser una deidad se nota bastante afectado de una miopía que le impide ver que al corazón humano no le basta que su mamacita le diga que se porte bien para obedecerla. O es posible que él siente que su pedestal en el Olimpo está tan lejano del humus terrenal que no tiene por qué molestarse en escuchar los consejos, las súplicas y las necesidades de los meros mortales. O quizás lo que pasa es que, absorto totalmente en su propia divinidad, nunca aprendió de cosas finitas y variables como economía, psicología, leyes, ética política y administración pública. O quizás la realidad es que es un actor consumado, una mente torcida con careta de dios.

 

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* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com

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