¿No se nos nota la redención?

¿Se nos nota a los católicos mexicanos que somos personas redimidas?


Redención de católicos mexicanos


En el número 92 del recién publicado “Proyecto global de pastoral” de la Conferencia del Episcopado Mexicano, nuestros obispos lanzan una fuerte interpelación, dirigida tanto a sí mismos como pastores, como a nosotros, el resto del Pueblo de Dios. El texto de dicha interpelación no sólo debería ser lectura y tema de reflexión particular obligada para cada uno de los que confesamos la fe en Jesucristo en México. Debería ser objeto de reflexión formal comunitaria en el seno de las parroquias, colegios, congregaciones, asociaciones ciudadanas de inspiración cristiana, etc. Los retos que la realidad nacional nos presenta hoy demandan una respuesta concreta a dicha interpelación, y los católicos haríamos bien en dejarnos interpelar. Nuestros pastores abren el tema con unos renglones sacados de “Así hablaba Zaratustra”, de Friedrich Nietzsche, que definitivamente han de sacudir nuestra conciencia: “Mejores cánticos tendrían que cantarme, y más redimidos tendrían que parecerme sus discípulos para que yo aprendiera a creer en su Redentor”. El reto lanzado por el famoso filósofo ateo alemán en esa frase es recogido por los obispos mexicanos preguntándose si gran parte de las angustias a las que nos enfrentamos en nuestro país actualmente no se deben a que a los católicos “no se nos nota la redención”. Evidentemente que no les falta razón a nuestros pastores para hacerse esa pregunta. Estoy seguro, además, que por lo menos alguna minoría de los católicos nos la hemos planteado alguna vez.

¿Se nos nota a los católicos mexicanos que somos personas redimidas?

Obviamente que esa pregunta no viene sola. La siguiente es inevitable. ¿En qué se nota que un católico es persona redimida? Lo primero que delata la certeza de un cristiano acerca de su redención es lo que el mismo Cristo determinó que fuera la señal universal de reconocimiento de sus seguidores: “En esto conocerán todos que ustedes son mis discípulos, en que se aman unos a otros”. Es evidente que no se puede echar a los católicos toda la culpa de la pobreza de millones de compatriotas, de la ilegalidad, de la corrupción y de los demás problemas del país, pero ¿no sería distinto el panorama si a los católicos -cerca del 80 por ciento de la población nacional- se nos hubiera notado siempre la redención? ¿Si nos hubiéramos amado más unos a otros? La redención debió haber hecho de nosotros personas nuevas, liberadas del miedo a quedarnos pobres si compartimos nuestros bienes con los demás; del miedo a ser ridiculizados si no pensamos como la mayoría; del miedo a represalias si no nos allanamos a las autoridades corruptas; del miedo a no ser tomados en cuenta si no vivimos como quienes gozan de poder y riqueza. La redención debería de notársenos cuando vivimos de tal modo que los demás se dan cuenta que nuestra fe es lo más importante en nuestras vidas; cuando nuestra forma de vivir, de trabajar, de interactuar con los demás es peculiar, fuera de lo común, y sólo se explica a partir de nuestra fe en Jesús, en que estamos seguros de que Él nos redimió.

Se nos notará la redención cuando los demás vean que aquellas actividades que tienen como objeto el hacernos capaces de vivir de forma auténticamente cristiana, como son la eucaristía, la oración y los otros sacramentos, tienen prioridad sobre otras que son consideradas prioritarias por el común de la gente. También cuando nos escuchen defender nuestros puntos de vista con argumentos aprendidos de la palabra viva de Dios en la Biblia; cuando nos escuchen dar razón de nuestra esperanza con los argumentos aprendidos del Magisterio de la Iglesia y cuando seamos capaces de defender sin rubor al Papa y a nuestros obispos. Incluso cuando seamos capaces de detectar inmediatamente un “fake news” sobre la Iglesia, y de exponer respetuosa pero enérgicamente en las redes sociales la aclaración correspondiente.

En pocas palabras, cuando más se nos notará la redención es cuando vivamos una vida de santidad: de hacer siempre lo correcto, del modo más perfecto posible, porque eso es lo que Dios espera de nosotros.

 

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